Dos libros sobre la historia de Ucrania

Se ha puesto de moda decir que las guerras actuales son híbridas, en el sentido de que, junto a los factores militares, cuentan mucho los argumentos propagandísticos, psicológicos, anímicos o como les queramos llamar. Es algo muy cierto, pero la verdad es que, lejos de tratarse de una novedad, siempre ha sido así, desde Troya hace más de 3.000 años, por poner un lugar y una fecha como origen de todos los conflictos.

¿Son realmente distintos los ucranianos y los rusos? Gran tesitura en estos tiempos de debates identitarios. Caso de respuesta positiva a lo anterior y de saber a punto fijo en cuál de las dos casillas colocar a los de Crimea, lo siguiente es preguntarse quien llegó antes a aquella tierra y, apurando el análisis, si lo hizo como nómada -o sea, para dedicarse al pastoreo- o si, por entrarse ya en el neolítico, se trataba de agricultores, o sea, de gente con vocación sedentaria. Y sabiendo que de la contestación a lo anterior, si es que por ventura resulta posible con un mínimo de fiabilidad histórica, depende que podamos hablar, dicho sea con categorías actuales, de que unos u otros son nativos o, por el contrario, y para su desgracia inmigrantes. O, peor aún si cabe, invasores o incluso conquistadores, que son palabras odiosas, con una carga gravemente acusatoria.

Relatos hay tantos como personas y, estándose en una guerra tan enquistada como la que hoy tenemos, y de raíces tan profundas, forma parte de la lógica que las respectivas posiciones tiendan a llevarse al extremo: los estereotipos y los maniqueísmos se exacerban en este tipo de escenarios y en ese contexto no existe nada más politizado que la arqueología, porque cada pieza o hueso que se descubre puede servir para apoyar las tesis de los que mantienen que ellos habían llegado primero y eso les aporta más legitimidad o incluso sirve para justificar el supremacismo. Es un debate que estamos viviendo en muchas partes del mundo. Pero tal vez haya gente que aspira a formarse su propia opinión. A ellos va dirigido este breve texto, que en esencia contiene dos recomendaciones de lectura.

 

Para situar geográficamente a la primera de ellas hay que poner el foco en una ciudad que en los primeros compases de la invasión rusa, a finales del pasado mes de febrero, se puso en primer plano porque allí se concentraron muchos refugiados: Lviv, situada en la parte más occidental de Ucrania, junto a la frontera de Polonia, y que en polaco se conoce como Lwów, y en alemán como Lemberg (y en español, a su vez, Leópolis, o sea, la ciudad del león), sede de una Universidad histórica.

El libro es el de Philippe Sands que se llama Calle Este-Oeste, primera edición en nuestra lengua en 2017. En la “Nota al lector” de página 15 se explica lo siguiente: “En el siglo XIX se la conoció en general como Lemberg y se hallaba localizada en las inmediaciones de la frontera oriental del imperio austrohúngaro. Poco después de la Primera Guerra Mundial pasó a formar parte de la recién independizada Polonia con el nombre de Lwów, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue ocupada por los soviéticos, que la conocían como Lvov. En julio de 1941 los alemanes conquistaron repentinamente la ciudad y la convirtieron en la capital del Distrikt Galizien del Gobierno General, pasando a denominarla de nuevo Lemberg. Cuando el Ejército Rojo venció a los nazis en el verano de 1944, la población pasó a formar parte de Ucrania y a llamarse Lviv, el nombre en general se utiliza actualmente”. En suma, una ciudad que “cambió de manos nada menos que ocho veces en el período transcurrido entre 1914 y 1945”. La lista no puede ser más rica: Imperio Austrohúngaro, Polonia, Unión Soviética, Alemania y (aunque dentro de la Unión Soviética) Ucrania.

En el libro de Sands la ciudad no ocupa sin embargo el protagonismo, que más bien  corresponde a dos personas físicas, ambos juristas de profesión y que al final de la Segunda Guerra Mundial jugaron un papel determinante en la elaboración del armazón conceptual de lo que serían las acusaciones del juicio de Nuremberg. Uno es Hersch Lauterpacht, Catedrático de Derecho Internacional, que puso el foco en las violaciones de derechos de los individuos (“crímenes contra la humanidad”) y el otro Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que por el contrario basó sus teorías en los ataques contra los grupos (“genocidio”). Y es que sucede que, en su juventud, ambos coincidieron en esa ciudad. El uno, desde 1911, cuando su familia se trasladó desde la vecina Zólkiew. Y el otro porque fue en 1921 cuando se instaló allí.

El tercer personaje del libro es un alemán de pura cepa, Hans Frank, nazi redomado y prohombre de Varsovia y Cracovia durante la ocupación. Estuvo entre los condenados a muerte en Nuremberg en 1946. Su nexo con la ciudad fue una estancia de varios días en agosto de 1942, o sea, en los momentos exitosos de la operación Barbarroja, donde pronunció unos discursos encendidos que formaron parte de los hechos que, cuatro años más tarde, acabaron llevándolo a la horca.

En fin, el cuarto y último de los focos lo pone Sands en alguien menos relevante pero que resulta ser su abuelo, Leon Buchholz, el padre de su madre, que había nacido allí en 1904 y cuya existencia resultó todo lo azarosa que cabía esperar tratándose de un judío.

El libro no es pequeño (incluyendo índices, más de seiscientas páginas), pero harían mal quienes se sintieran disuadidos por dicho dato. Es un auténtico torrente de información sobre mil cosas y, desde luego, sobre el derecho internacional que surgió de las ruinas, físicas y no sólo físicas, en las que acabó convertida Europa central y oriental en aquella época, sin las que no se entiende el mapa de 1945, diseñado precisamente en Ucrania (en Yalta, a orillas del Mar Negro) y luego rectificado cuando en 1991 colapsó la Unión Soviética y he aquí que Ucrania, Crimea incluida, ganó la independencia. Lo que ha venido después (en 2014 y ahora en 2022) es conocido y no es el momento de extenderse en explicarlo.

Trabajo espléndido, sí, el de Sands, por cierto abogado en numerosos pleitos actuales. El título, el nombre de la famosa calle, hace referencia a la que atraviesa de un lado al otro una ciudad, que no es Lemberg, sino Zólviev, situada apenas a media hora en coche en dirección norte. Allí fue donde (en 1897) nació Lauterpacht y vivió hasta el traslado de la familia a Lemberg.

Para el lector interesado en el destino de los nazis con posterioridad a 1945 hay que indicar incidentalmente que el propio Sands ha escrito un segundo libro, continuación del anterior, publicado en nuestra lengua en 2021 con el nombre de Ruta de escape. El protagonista es Otto Wächter, un jerarca de un peldaño un poco inferior (y que quizá por eso se salvó de Nuremberg y de cualquier otra imputación de responsabilidad), aunque no vivió mucho más tiempo porque en 1949, y en un hospital de Roma, rindió su alma a Dios. Pero cerremos ahora este breve excursus por el otro libro de Sands.

 

El otro libro que ahora se está glosando es anterior: El mar negro, de Neal Ascherson, con el expresivo subtítulo de Cuna de la civilización y la barbarie. Lo escribió precisamente poco después de 1991 -los acontecimientos sorprendieron al autor en Moscú- y la primera edición en español es de 2001, pero ha habido muchas posteriores.

El espacio físico del libro no es obviamente el agua, sino los países que son ribereños del Mar Negro (y de su hijuela, el Mar de Azov), y que hoy, aparte de Ucrania -al noroeste- son, en el sentido de las agujas del reloj, Rusia, Georgia (con Abjasia dentro), Turquía (a uno y otro lado del Bósforo), Bulgaria, Rumanía y (casi) Modavia. Y resulta de quienes han pasado por allí se hace interminable. Entre los pueblos túrquicos están los tártaros (de Europa Oriental y Siberia) y en particular los tiranos de Crimera y, ya con el estatuto oficial de nómadas, y provenientes de Asia Central, los jázaros (tan importantes, dicho sea de paso, como aliados del Imperio romano de Oriente en sus luchas contra la Persia sasánida) y también los hunos, que en el siglo IV, con el famoso Atila a la cabeza, llegaron a fundar lo que puede entenderse como un imperio. De otro lado tenemos los iranios, de los que forman parte los sármatas (en los que, en el siglo V antes de Cristo, se fijó Heródoto), como rama de los escitas, que igualmente se tienen por nómadas.

Y eso sin olvidarnos del pueblo otomano, que en el origen eran sólo unos más entre muchos pero que tras la decadencia de los selyúcidas se acabaron convirtiendo en los amos. Ni tampoco por supuesto de los cosacos, de estirpe eslava y con proverbial afición a beber: fundadores de algo parecido a una suerte de democracia primitiva.

Del sur del Cáucaso procedían los lazes, que viven en el este del citado Mar: lo que hoy se corresponde, más o menos, con Turquía y Georgia. Y allí estaban además los mingrelianos, con su idioma propio. Y al otro lado, al oeste, se encontraban los tracios.

No faltaba -de más está decirlo- una poderosa colonia griega, los pónticos (no en vano, donde Jasón y los argonautas iban buscando el vellocino de oro era en el Mar Negro: según la leyenda, llegaron hasta lo que hoy es la orilla más remota, la georgiana). En fin, no hay que decir que judíos, de confesión religiosa o al menos de raza, había por todas partes y, como ha solido suceder, no siempre se les miraba con buenos ojos. La palabra pogromos viene precisamente de aquellas tierras.

De Kiev, la capital histórica y actual de Ucrania, hay que recordar que fue, antes que una ciudad, o una estirpe, o una estirpe que vivía en una ciudad, algo parecido a una federación o amalgama. No es de extrañar, con tamaña acumulación de gente y, obviamente, tanto trasiego. Lo raro es que queden Estados, como Mongolia, que siguen conservando el nombre de uno de esos pueblos.

Así las cosas, del libro de Ascherson se puede decir que el interés mayor no está en los datos históricos -que, como es obvio, llenan todas y cada una de las páginas-, sino en sus reflexiones de orden general, que, por supuesto, se podrán compartir o no. El autor recoge la distinción entre Occidente y Oriente, que identifica con el par conceptual civilización/barbarie (y, antes de ello, cultura urbana/nomadismo) para poner en cuestión lo que para nosotros, los del Oeste, son unas ideas recibidas– cabe, sí, emplear la noción de Flaubert para apoyar nuestra convicción, incluso antes del tajo cristianismo/islamismo- de que decididamente somos mejores: más modernos y más cool. Páginas 71 y 72: “Civilización y barbarie fueron gemelos que se gestaron y nacieron en la imaginación griega, sobre todo en la ateniense. Estos conceptos, a su vez, procrearon una despiadada dinastía intelectual que todavía ejerce un poder invisible en la neutralidad de Occidente. Los imperios romano y bizantino santificaron sus guerras imperiales presentándolas como defensa del orden civilizado frente al primitivismo bárbaro. Lo mismo hicieron el Sacro Imperio Romano y las expansiones coloniales de España, Portugal, Holanda, Francia, Italia, Alemania y Gran Bretaña. Pocas eran las naciones europeas que a mediados del siglo XIX no habían imaginado en un momento u otro que eran la vanguardia de la civilización cristiana de Occidente: Francia, la Alemania del II Reich, el Imperio de los Habsburgo, Polonia con sus pretensiones de przedmurze (bastión), incluso la Rusia zarista. Todos estos mitos estatales han identificado barbarie con la condición o la ética de sus vecinos orientales inmediatos: para los franceses, los alemanes eran bárbaros, para los alemanes lo eran los eslavos, para los polacos los rusos y para los rusos los pueblos mongoles y turcos de Asia Central y con el tiempo también los chinos”.

Del este es de donde viene, sí, todo el que nos quiere eliminar: mejor dicho, de allí salen huyendo y lo hacen en tropel. Si se alude a ello es invocando “la creencia popular -todavía difundida en Europa- de que la agricultura estable y los campesinos dedicados a ella representaron un gran avance sobre el nomadismo, que era una etapa anterior. La seudoantropología nutre aquí la pesadilla europea por excelencia, el miedo a los pueblos en movimiento. Esta pesadilla, heredada de las grandes migraciones que se produjeron durante y después de la caída del Imperio Romano, y reavivada por las incursiones de hunos y mongoles en Occidente, se enriqueció con nuevos elementos de terror gracias a los pensadores evolucionistas del siglo XIX”.

El texto es, se insiste, de 1995 y por tanto su autor no pudo conocer la masiva estampida de sirios hacia Alemania en 2015, tan determinante por cierto para el desarrollo ulterior de la mentalidad europea. Ni, por supuesto, y apenas un año antes, la anexión rusa de Crimea ni, menos aún, la invasión de febrero de este aciago 2022.

¿Visión justa o injusta? ¿Mitad y mitad? ¿No habría que cambiarla -o, al menos, cambiante- con el enfoque que distingue el Norte y el Sur? Preguntas interesantísimas, pero que son las que corresponde hacerse al lector ilustrado.

 

Con estos dos libros, el de Sands y el de Ascherson, ninguno de ellos una monografía sobre Ucrania y su historia o su realidad actual, aprende uno mucho. Luego podrá coincidir o discrepar, pero esa ya es cuestión de cada quien.

 

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

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