La Primera República española, de Alejandro Nieto

La Primera República española, de Alejandro Nieto

La Primera República española, de Alejandro Nieto

Alejandro Nieto
Editorial Comares.
Granada, 2021.
330 páginas.

La Primera República española. Un libro de Alejandro Nieto

Cada libro de Alejandro Nieto, palentino de Tariego de Cerrato, es un tesoro, porque, al menos a mi juicio, se trata de uno de los grandes intelectuales de nuestro tiempo. Lo afirmo con plena conciencia de que nada hay tan personal e intransferible como las filias y las fobias, ya que se trata de algo doblemente subjetivo: el juicio de una persona sobre otra persona. Pero lo que no se podrá discutir es el hecho de que mi opinión se encuentra muy generalizada. Por algo será.

Nuestro autor ha vuelto a fijarse en el siglo XIX, como lo hizo hace unos años al estudiar la regencia de María Cristina (1833-1840) o elaborar una biografía de Mendizábal que puede calificarse de monumental y no sólo por el tamaño. El foco se pone ahora en la primera república, de la que en la contraportada se afirma que pareció ser “un breve paréntesis dentro del otro paréntesis, tampoco largo, que representó el sexenio revolucionario (1868-1874)”. Y es que de la república sólo ha quedado “el recuerdo de tres datos calificados severamente de negativos: la presencia de cuatro presidentes y casi una docena de Gobiernos en doce meses, la rebelión cantonal de Cartagena entendida como una anécdota pintoresca y la entrada del caballo de Pavía en el Congreso, metáfora de todos los golpes de Estado habidos y por haber”. Metáfora y, casi pudiera decirse, caricatura de algo siempre tan terrible como una asonada. Del libro dio cuenta Franciso Sosa Wagner en El mundo, con tono de aplauso, el 30 de octubre de 2021 y ahora toca que sea yo el que eche el cuarto a espadas. 

Recordemos algunos datos históricos. En 1868, al inicio del sexenio, España seguía siendo una sociedad agrícola y preindustrial, salvo excepciones muy tasadas y desde luego localizadas geográficamente, como la siderurgia -empezando por Málaga- y el textil catalán. En consecuencia, las ciudades apenas estaban empezando a crecer: el Plan Cerdá de Barcelona y el Plan Castro de Madrid se habían aprobado en 1860, pero, como suele suceder, tardaron en irse plasmando sobre el terreno. Un evidente retraso con respecto a Francia (y no digamos el París de Haussmann), lo que sin embargo no nos libró del tipo de sacudidas -por ejemplo, la crisis de 1866, debida sobre todo al estallido de la burbuja de los ferrocarriles, y a la que se unió una de las muchas recesión de subsistencias que en España eran recurrentes: recuérdese justo un siglo antes el motín de Esquilache- que suelen caracterizar a las economías que ya habían dado el salto a la modernidad.

Como las desgracias nunca vienen solas, sucede que en los seis años transcurridos entre 1868 y 1874 se juntó la guerra de Cuba (que en efecto empezó en ese mismo 1868 y sólo terminó una década más tarde, con la Paz del Zanjón) y, ya el remate, una nueva revuelta carlista a partir de 1872. No nos faltaba de nada. En el bien entendido de que eso no significa que estuviésemos ante males privativos de España. Ya que hemos mencionado a Francia, apenas habrá que recordar lo Sedan en septiembre de 1870 y, a continuación, la Comuna de París y -peor aún, si cabe- su represión. La que allí fue la tercera de las repúblicas no entró precisamente por la puerta grande y su eco no dejó de cruzar los pirineos. Nieto lo explica en páginas 15 a 17: “Como no se pretende hacer aquí historia-ficción, resulta ocioso aventurar lo que hubiera sucedido en España si el régimen republicano no se hubiera instaurado en Francia dos años antes que en Madrid o qué rumbo hubiera tomado aquí el cantonalismo regional sin las comunas de París (y Marsella, Lyon, etc.). Lo único seguro es que el caso francés influyó en la Península poderosamente, como siempre todo lo que ha sucedido en el país vecino, y que el ejemplo parisino se tuvo constantemente a la vista -para intentar imitarlo o para rechazarlo- por nuestros federalistas”. Y es que los paralelismos saltan a la vista: “Ambas repúblicas tuvieron una causa inmediata similar: el agotamiento de las dinastías monárquicas precedentes. En Francia, descartados sucesivamente los borbones, los orleanistas y los bonapartistas, no quedaba otra opción que la República; y en España, descartados (al parecer, definitivamente) los borbones y la familia saboyana, también quedaba la República como única solución viable. De la misma manera se recogió entre nosotros la alternativa francesa entre el federalismo democrático y social de la Comuna de París y el centralismo autoritario de Thiers y Mac-Mahon que tanto seducía a Castelar y Pavía”.

En nuestro sexenio hubo, sí, partidos y elecciones, pero esas palabras significaban cosas que, a los ojos de hoy, resultan sencillamente irreconocibles. Dejemos que de nuevo sea el propio Nieto (página 65) el que lo explique: “Sería un grave anacronismo imaginar a los partidos políticos de 1873 con caracteres y comportamientos similares a los que actualmente tienen. Entonces poseían una identidad mucho más fluida que la actual: circunstancia que facilitaba ocasionalmente sus relaciones incluida la colaboración o la fusión”, como lo acredita el hecho, en lo que tiene que ver con el dilema entre monarquía y república, de que “una buena parte de los demócratas eran republicanos, lo que explica la generalizada denominación de partido democrático-republicano o la de partida republicano democrático federal”. Y eso sin contar con el dato de que “la personalidad de los líderes era decisiva”, pudiendo valer la referencia a Pi y Maragall o a Castelar (segundo y tercer Presidente republicano) pero asimismo a otros, como un Ruiz Zorrilla, un Rivero, un Sagasta o un Cristino Martos, personajes por cierto que, vistos con ojos de hoy, diríanse novelescos, sin que eso implique necesariamente un juicio de valor negativo. Y es que simplemente el contexto era muy diferente: para empezar, los parlamentarios no estaban sometidos a incompatibilidad alguna -eso de la dedicación exclusiva no existía- y no sólo tenían un oficio (casi siempre, la abogacía), sino que no se veían condenados a dejarlo de ejercer. Otro planeta, se insiste. “Con frecuencia el vínculo personal prevalecía sobre el de partido propiamente dicho, proporcionando con ello un fraccionamiento institucional progresivo, a veces pintoresco, cuando los caudillos se separaban”.

 Con esos mimbres, tampoco las elecciones (de las que hubo varias) podían responder a lo que hoy conocemos como tales, para empezar porque los pucherazos estaban a la orden del día y los que de antemano se sabían perdedores optaban con frecuencia por ni tan siquiera presentarse.

Acerca de nuestra primera república cabe recordar que duró algo menos de un año: del 11 de febrero de 1873 al 3 de enero de 1874, con un sobresalto entre medio el 23 de abril. Nieto se centra en los primeros meses: “La Asamblea Nacional: febrero-mayo 1873”, como reza el subtítulo. O sea, la presidencia (y tampoco completa) de Estanislao Figueras. Aunque por supuesto sitúa las cosas en un arco temporal más amplio -el tal sexenio-, del que ahora tal vez convenga poner sobre el tapete algunos hitos. Por riguroso orden cronológico:

1) Del periodo de pocos meses transcurrido entre la gloriosa -finales de septiembre de 1968: “Viva España con honra”- y enero de 1869 merece destacarse la creación de la peseta -19 de octubre- por el Ministro de Hacienda, Laureano Figuerola, con ocasión de la entrada en vigor del Sistema Métrico Decimal en el contexto de la Unión Monetaria Latina.

Sin duda que el debate de la época era otro, si monarquía o república, que iba a ser la tesitura de la cual se ocuparían las Cortes a convocar. Pero el Gobierno (provisional) presidido por Serrano no perdió la oportunidad de tomar partido por la primera de las opciones. Lo hizo el mismo mes de octubre de 1869, el día 30, con un Manifiesto que Nieto transcribe en página 4: “Verdad es que se han levantado voces elocuentes y autorizadas en defensa del régimen republicano (…) pero por mucha importancia que relativamente se conceda a estas opiniones, no tienen tanto como la general reserva con que sobre este punto tan espinoso han procedido las juntas (revolucionarias) en las cuales, hasta la formación del Gobierno provisional, ha residido por completo la iniciativa revolucionaria (reconociendo el éxito que ha tenido en los Estados Unidos de América), no es probable que acontezca lo mismo con pueblos que cuentan larga vida, que tienen antecedentes orgánicos indestructibles, que forman parte de una comunidad de naciones y que no pueden de repente por medio de una transición brusca y violenta torcer el impulso secular al cual obedecen en su marcha (…). Pero de cualquier modo, el Gobierno provisional, si se equivocara en sus cálculos y la decisión del pueblo español no fuera propicia al planteamiento de la forma monárquica, respetaría el voto de la soberanía de la nación, debidamente consultada”. Las espadas quedaban en alto.

 

2) Las elecciones a Cortes Constituyentes se celebraron de 15 a 18 de enero de 1869. Con 82 circunscripciones. Y –por primera vez en España: dato a resaltar- con sufragio universal masculino para los mayores de 25 años, lo que significó cuatro millones de almas (la mitad, analfabetas). Concurrieron, entre otras candidaturas, la de la coalición formada por minoristas, progresistas y demócratas monárquicos (“cimbrios”), que arrasó, porque obtuvo 236 diputados; la de los republicanos federales (85) y, en tercer lugar, la de los carlistas (20).

Pero esas cifras no significan nada porque, en el interior de la coalición ganadora, todo o casi todo eran divisiones. Dejemos que sea de nuevo Nieto (página 63) quien lo explique: “En las Cortes Constituyentes revolucionarias participaron cuatro grupos: los restos de la Unión Liberal muy decaídos ya pero dotados de una buena organización y que contaban con caudillos militares de prestigio como Serrano y Topete; los restos del progresismo con algunas reliquias veneradas como Olózaga, aunque gravemente debilitados por una sangría que derivaba hacia la izquierda y que durante el amadeísmo se fraccionaría en dos bandos: el de derechas o sagastino y el de izquierdas o zorrillista; los demócratas que ofrecían un panorama inverso al anterior, o sea, una pléyada de líderes de gran autoridad como Rivero, Martos, Becerra y Echegaray, que carecían de masas que les siguieran; y, en fin, los republicanos que durante muchos años habían vivido enquistados y escondidos en las filas progresistas y sólo desde 1870 contaban con una organización propia como federales”.

Y eso sin contar con la falta de limpieza del sufragio. Nieto, en página 7, habla de “las descaradas manipulaciones del Gobierno”, lo que, a su entender, dota de mucho mérito a los 85 escaños republicanos.

 

3) Las Cortes constituyentes abrieron sus sesiones cuando ni se había cumplido un mes desde las elecciones, el 22 de febrero del mismo año 1869. El General Serrano se vio refrendado como titular del llamado Poder Ejecutivo. El Congreso eligió como Presidente a Nicolás María Rivero. Y fue en tan solemne ocasión cuando Prim vaticinó, con palabras lapidarias y que se han hecho célebres, que “la dinastía caída no volverá jamás, jamás, jamás”. Todo un visionario.

 

4) Del debate constitucional, que se extendió hasta la votación de 1 de junio del mismo 1869, formó parte, en primer lugar, la discusión sobre la Jefatura del Estado -monarquía o república-, que ganó la primera por 214 votos contra 71. El Art. 33 lo declaró de forma taxativa: “La forma de gobierno de la Nación española es la monarquía”. El poder legislativo correspondía a las Cortes, compuestas de Congreso y Senado. Por el Art. 47, “los Cuerpos Colegisladores no pueden deliberar juntos, ni en presencia del Rey”.

Pero lo históricamente más relevante se encontraba en el Título I, donde, se incluyó un catálogo de lo que hoy  conocemos como derechos fundamentales: libertad de imprenta (Art. 17), de cultos (Art. 21, que permitía el ejercicio público y privado del no católico) y, en fin, de reunión y asociación. Pero ya sabe que a veces se puede acabar muriendo de éxito. Bien lo ha explicado María Victoría López-Cordón en su conocido libro sobre la época: “a pesar de que consignaba los principios básicos de la revolución, sufragio universal y libertades individuales, no fue satisfactoria para casi nadie. Los republicanos se opusieron al principio monárquico, los católicos a la libertad religiosa, los librepensadores al mantenimiento del culto. Pareció demasiado avanzada a muchos y tímida a otros”. Y eso que el texto incurrió en los tres estruendosos silencios que ha denunciado Joaquín Varela Suances-Carpegna: esclavitud, pena de muerte y derechos sociales.

Las Cortes elegidas en enero de 1869 no se limitaron a elaborar la Constitución. También se ocuparon de buscar un titular para la Corona, que, después de muchos corsi e ricorsi, acabó recayendo, el 16 de noviembre de 1870, en Amadeo de Saboya, como consecuencia sobre todo –telegrama de Ems de por medio- del empeño de Prim, Presidente del Consejo de Ministros entre el 18 de junio de 1869 y el 27 de diciembre de 1870, cuando en la calle del Turco sufrió el atentado que le habría de costar la vida. Y, más aún, la agenda legislativa se mostró verdaderamente impresionante. Así, a título de mero ejemplo:

 – 18 de junio de 1870 (o sea, apenas unos días después de aprobarse la Constitución): Ley (provisional) de matrimonio civil. En la época, de nuevo un auténtico puntazo.

 – Ídem.: Ley de reglas para el ejercicio de la gracia de indulto. Aún hoy se encuentra en vigor, sin perjuicio de su modificación (ya en nuestros tiempos y para peor) mediante la Ley 1/1988, de 14 de enero.

 – 4 de julio: Ley de vientres libres, llamada así por haber supuesto el primer paso para la abolición de la esclavitud de Cuba. Lleva el nombre de Segismundo Moret, entonces jovencísimo.

 – 15 de septiembre: Ley provisional sobre organización el poder judicial, con la firma de Eugenio Montero Ríos, a la sazón Ministro de Justicia, y que ha estado en vigor hasta 1985. Ciento quince años.

Unas Cortes, por tanto, muy fructíferas. Tiempo aprovechado, sí.

 

5) Amadeo de Saboya, el elegido para el trono, llegó a Madrid el 2 de enero de 1871, ya sin Prim, y su reinado se extendió hasta el 11 de febrero de 1873. Dos años y un poco más.

Durante ese tiempo se celebraron hasta tres elecciones generales, a saber, y siempre con 391 escaños:

– Mayo de 1871. Habla una vez más -página 14- el mismo Nieto: “(…) los republicanos apenas obtuvieron 48 escaños, es decir, que quedaron muy por debajo de los resultados de las anteriores Cortes Constituyentes. Este retroceso -que no llegó a ser un descalabro ni mucho menos- fue debido en gran parte a los descarados pucherazos de Sagasta, pero también a la desafortunada campaña que hicieron los republicanos, quienes se habían limitado a enunciar programas imprecisos, llenos de conocidas buenas intenciones generales pero sin precisar objetivos concretos que hubieran podido atraer a los indecisos”.

Quien ganó -60,10 por ciento- fue de nuevo una coalición, la llamada progresista-liberal, liderada por Serrano.

– Abril de 1872. “(…) los republicanos mantuvieron su modesta cuota (ahora 42 federales), pero con la novedad de que se animaron a participar en una poderosa coalición opositora ideológicamente monstruosa junto con los radicales y carlistas. Extraños compañeros de viaje que tuvieron que capear como pudieron los rigores de una política electoral dirigida por Sagasta, cuyas instrucciones dirigidas a los gobernadores de provincia siguen siendo un modelo escandaloso difícilmente superable en unos tiempos que no se caracterizaban precisamente por la imparcialidad y la pureza”. También página 14.

El ganador fue, obviamente, el propio Sagasta (60,36 por ciento) que estaba al frente de una coalición que se llamaba conservadora constitucional.

– Agosto del mismo 1872. Tampoco es que los comicios fuesen precisamente un dechado de pulcritud. Quien los convocó fue Ruiz Zorrilla, de quien Nieto en página 93-94 explica que era tan cínico que, seguro de su triunfo, el 16 de julio había publicado una Circular afirmando que quería romper con los precedentes y comportarse con limpieza: “El Gobierno encarga a las autoridades administrativas que bajo su más estrecha responsabilidad se abstengan de poner al servicio de cualquier partido los recursos y fuerzas de la administración pública, instituida en beneficio del pueblo y más de una vez convertida, con escándalo, en cadena y azote del pueblo mismo”. Bien lo resume Nieto: “Bellas palabras que nadie creyó y que no se reflejaron en las votaciones, a juzgar por el estrepitoso triunfo gubernamental”. Y es que el tal Ruiz Zorrilla, del partido radical, llegó al 70,08 por ciento.

 

6) El 11 de febrero de 1873 Amadeo tiró la toalla y la república se impuso sin alternativa. Fueran esas mismas Cortes elegidas en agosto de 1872 las que así lo declararon. Otra vez hay que dejar que sea Nieto -página 71- quien lo explique: “La República vino -según precisó Castelar- por decisión directa de la Divina Providencia, que había ido colocando sabiamente los pilares del puente por donde pudo transitar hasta el final sin dificultades: las torpezas de Isabel II, la Revolución de septiembre de 1868 y la elección y renuncia de Don Amadeo. Con estas operaciones previas el paso siguiente había de ser inevitablemente la República, que cayó como fruta madura sin necesidad de que interviniesen fuerzas humanas deliberadas”.

Pese a lo taxativo de la prohibición del Art. 47 de la Constitución de 1869, es lo cierto que Congreso y Senado no sólo sí se reunieron de manera conjunta sino que crearon un cuerpo único, la Asamblea Nacional, que empezó eligiendo como Presidente del Poder Ejecutivo al barcelonés Estanislao Figueras y Moragas, que ocupó el cargo hasta el 11 de junio. No sin sobresaltos, como la algarada de 23 de abril, que Nieto califica como golpe de Estado. Las elecciones -a Cortes constituyentes- se celebraron entre el 10 y el 13 de mayo. Ese período entre febrero y mayo constituye el objeto mayor del libro, como indica el subtítulo.

Luego vino, como es notorio, Francisco Pí y Margall, también catalán y líder intelectual de los federalistas, pero que no duró más de un mes, hasta el 18 de julio. Los otros dos eran andaluces: el almeriense Nicolás Salmerón (hasta el 7 de septiembre) y el gaditano Emilio Castelar. No llegó a aprobarse Constitución alguna.

Hubo, sí, un intento, pero se quedó en eso. Bien lo explica el propio Joaquín Varela: “La Comisión constitucional presentó el proyecto de Constitución a las Cortes constituyentes el 17 de julio de 1873. Justo el día antes de que dimitiese como Presidente del Gobierno Pí y Margall, el padre del federalismo español, incapaz de sofocar la insurrección cantonalista que desde principios de este mes se desencadenó en España, sobre todo en Levante, Murcia, Cartagena, su más recalcitrante bastión, y Andalucía oriental. En este tenso contesto político, tan poco propicio a un sereno debate parlamentario, este tuvo lugar tan sólo entre el 11 y el 14 de agosto (…). Pero el debate se limitó a los discursos de León y Castillo, en contra, y de Martín de Olías, a favor, aparte de una intervención de Manuel Becerra por alusiones”.

Y así acabó el año 1873 y se llegó al 3 de enero de 1874. La historia de Manuel Pavía, Capitán General de Castilla La Nueva, que incluía Madrid, y su equino -por cierto, inexistente en realidad- es muy conocida.

Si poco menos que inevitable había sido la llegada de la república, lo mismo puede predicarse de su final. En la misma página 71, Nieto le aplica idéntico veredicto: “por los mismos designios de la Providencia Divina o del espíritu de la Historia, la Primera República apareció con una fecha inmediata de caducidad, cuya consumación también parecía estar por encima de las fuerzas del hombre. Los filósofos de la Historia tienen aquí un ejemplo perfecto de un acontecimiento que, a la manera de un cometa, apareció y desapareció siguiendo una trayectoria absolutamente independiente de las voluntades humanas. El fenómeno, en suma, tiene diversas metáforas explicativas y todas coinciden en que se trataba de un Destino inevitable. El pasado político, así interpretado, no puede ser más sencillo”.

En efecto: “Ni el nacimiento ni la muerte de la Primera República fue obra de singulares habilidades o de torpes desatinos personales. Las cosas sucedieron así porque no podían haber sucedido de otra manera. Los republicanos, que llevaban cien años soñando (y luchando) con una fórmula política ideal, se encontraron de repente con una realidad en la mano y no supieron qué hacer con ella. Dejaron escapar la ocasión y habría que esperar sesenta años hasta que [en 1931] reapareciese otra, que por cierto se dilapidó con la misma inconsciencia”. Así de inexorables se muestran estas cosas: debe ser cosa del destino, como en las tragedias griegas de los tres fundadores del género, Esquilo -con la Orestiada como obra más notable-, Sófocles y Eurípides. Puro fatalismo.

 

7) Al sexenio abierto con tantas expectativas en septiembre de 1868 le quedaban apenas unos meses. 1874 fue el año que conocemos como la dictadura de Serrano   -las Cortes republicanas quedaron disueltas el 9 del mismo mes de enero- y el 29 de diciembre, en Sagunto, siendo Sagasta jefe del Gobierno, se pronuncióArsenio Martínez Campos. Alfonso XII, nacido en 1857, llegó a España poco después y se le proclamó rey. Con gran entusiasmo. Vuelta a empezar: el ciclo se había cerrado y, pese a algunos datos remarcables, no precisamente con éxito.

Así las cosas, del libro de Nieto digamos que, aparte de una introducción general, cuenta con cuatro partes. La primera versa sobre “Republicanismo y federalismo antes de la República” (páginas 3 a 95). La segunda y la tercera contienen por así decir el relato cronológico, hecho a base del Diario de Sesiones, de los periódicos y de las memorias de los protagonistas, del específico período objeto de análisis: “Crónica parlamentaria” (páginas 99 a 204) y “La República sin poder legislativo” (páginas 207 a 242). La cuarta y última parte, como la primera, vuelve a tener por objeto una materia y no precisamente cualquiera de ellas: “República, orden y libertad” (páginas 245 a 325).

Pero lo cierto es que Nieto (al cabo, un hombre de esta época nuestra tan atribulada para el sistema político) aprovecha la ocasión para manifestar sus opiniones sobre el debate de la centralización y la descentralización, el unitarismo y el federalismo. Y lo hace en favor del primero de los polos: ¿Qué supuso la descentralización predicada en 1873? De hecho, la rebelión generalizada, cuatro gobiernos muy inviables y la guerra civil. La experiencia enseña que la descentralización provoca un aumento prodigioso del gasto público, un aumento de la burocracia y, paradójicamente, un descenso de la eficacia de los servicios públicos. Porque es el caso que a la hora de la verdad, cuando tienen oportunidad para hacerlo, los ciudadanos se apresuran a ocupar los puestos administrativos retribuidos que ejercen descaradamente en beneficio propio sin conocimientos específicos y, lo que es peor, sin sentido de responsabilidad institucional, que saben que nadie les va a exigir. Para administrar no basta las buenas intenciones -suponiendo que las haya- ni aplicar a ciegas la letra de un catecismo ideológico” (páginas 50 y 51). Más claro aún, siempre en la página 51:

“Es posible desde luego, que en otros países y en otros tiempos la descentralización haya funcionado bien. Pero estos ejemplos no valen porque lo que cuentan son las realidades españolas de un momento determinado y en 1873 lo que importaba era la situación personal de los afectados: un destino administrativo, un reparto de tierras, una rebaja de impuestos, la tolerancia del contrabando, la impunidad en la indisciplina militar. La cultura del autogobierno exige un largo aprendizaje de generaciones y no es lícito confundir el arte de la Administración pública con la gestión de un botín”.

 

Y eso sin contar con la siguiente constatación histórica:

“El autor de este libro es de aquéllos que apoyan la centralización aunque no ignora los aspectos negativos de sus excesos. En su opinión una descentralización extrema, explicable por las circunstancias históricas de sus orígenes, provocó la rápida decadencia del formidable Imperio español de la dinastía austriaca y la débil consolidación de los reinos peninsulares en torno a la corona de Castilla, empeñada ésta en afirmar su primacía sobre las demás abusando de su capitalidad, de su monopolio sobre las Indias y, sobre todo, descuidando el equilibrio fiscal, que era lo más importante. Desde una perspectiva histórica es fácil constatar el raquitismo de los pretendidos esfuerzos madrileños desmantelados en el exterior en las paces de Westfalia y Utrecht y en el interior detenido por la fortaleza de los señoríos seculares y eclesiásticos. Un monarca, a fin de cuentas, que, agobiado por su deudas, reinaba pero no gobernaba sobre los demás señores de vasallos, los territorios de las antiguas Corona, los privilegios de la Iglesia católica y la lejanía de las Indias.”

Porque, como se remata en página 55, “la descentralización sólo es posible en un contexto cultural adecuado, que en España no ha existido nunca y más teniendo en cuenta que entre nosotros no se ha cuidado jamás este dato pues ni se ha educado a los ciudadanos a tal propósito ni se han enseñado a los futuros servidores públicos las técnicas de su profesión. Aquí se cree que un doctor en Derecho está en condiciones de dirigir un departamento de agricultura y que sin otra formación que la que se obtiene en el aparato burocrático de un partido político se pueden dominar los problemas del comercio exterior. Administrar bien exige competencia técnica de los administradores y entrenamiento y cultura por parte de los administrados”.

Y en fin: “Lo más grave ha sido siempre, con todo, la contaminación política que padece con singular intensidad la pretendida descentralización administrativa. En la descentralización, tal como se practica en España quienes administran son políticos aficionados que suplantan a los funcionarios. Con la descentralización -en la práctica, no en la teoría- la Administración pública es un coto reservado a los políticos con la consecuencia de que, además de propiciar la incompetencia, garantiza la irresponsabilidad. El político travestido de funcionario sabe que es impune porque quienes han de controlarle son compañeros de partido. El poder fraccionado en calderilla por obra y gracia de la descentralización está al alcance de cualquiera y de la sopa boba de los presupuestos estatales, cantonales (hoy territoriales autonómicos), provinciales, municipales, corporativos, institucionales y de los mil organismos del sector público empresarial se alimentan millones de ciudadanos que no están dispuestos a renunciar sin resistencia a su parte del botín.

Sin duda, se insiste, que al expresar esas consideraciones (“un tanto descorazonadoras”, les llama el autor en página 54), proyectadas, sí, sobre el 1873, quien está hablando es un hombre de hoy. También en 1978, ciento cinco años más tarde, se nos abrió a los españoles un portillo a la esperanza y sin embargo hace ya tiempo que la sociedad se ha caído del guindo: lo que ahora llamamos desafección. Se conoce que, regímenes políticos al margen, y sea cual fuese el grado de profesionalidad de los funcionarios, el buen gobierno no es lo nuestro: una verdadera maldición bíblica.

Nieto no ha querido extenderse sobre las apocalípticas consecuencias que el fracaso del sexenio, y no sólo del año 1873, tuvo para el inconsciente colectivo español y en particular para quienes estaban en plena actividad intelectual en el momento más agudo del pesimismo nacional, el que representan los escritos de la generación del 98, empezando por Unamuno, nacido en 1864, y por Baroja, un poco más joven (1872): vieron con sus propios ojos el sexenio, o al menos su eco inmediato, cuando eran niños y ya se sabe que esos recuerdos se le quedan a uno muy clavados (en el caso de Don Miguel, el cerco de Bilbao en 1874 por el carlismo: de ahí Paz en la guerra). No es de extrañar que, cuando en 1898 se perdió Cuba, estando al frente del Gobierno por cierto un viejo conocido de aquella época, Sagasta, y cuando la restauración llevaba casi un cuarto de siglo en marcha, de lo más profundo de las meninges de Unamuno y Baroja, a fuerza de tanto comerse el coco, saliera un lamento de la mayor hondura: “lo nuestro no tiene solución”.

 

Galdós, que ha moldeado la visión que todos tenemos del siglo XIX, había visto la luz mucho antes, en 1843, de suerte que en 1873 ya era un hombre hecho y derecho: en la treintena. No es casual que fuese justo ese año cuando empezó a escribir los Episodios Nacionales, empezando por Trafalgar y los otros nueve libros que componen lo que luego se llamó la primera serie. Más aún: de las obras de la quinta y última serie, elaboradas entre 1907 y 1912, serie que no llegó a completarse, basta recordar algunos de sus títulos: España sin rey, España trágica, Amadeo I, La Primera República y De Cartago a Sagunto: hay palabras que se explican por sí mismas. Los personajes que retrata Galdós -Tito Liviano, supuestamente autobiográfico, y Mariclío- son casi lo de menos.

 

 

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

21 de Febrero 2022

Written by Antonio Jiménez-Blanco

Catedrático de Derecho administrativo. Universidad Politécnica de Madrid. Letrado de Cortes. Abogado

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1 Comments

1 Comment

  1. Sergio VALVERDE

    Cautivante relato. Sorprende que en un lapso tan corto ocurrieran tantos y complejos hechos en España. Fortuna para la investigación que muchos de los actores dejaron memorias y diarios. En cuanto a mi apreciadísimo profesor Don Alejandro Nieto, lo suyo es de investigación científica: vaya lucidez, vaya estilo, vaya energía y qué ejemplo nos brinda. Una potencia intelectual que quizá el tiempo permita apreciar mejor.

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Antonio Jiménez-Blanco

Catedrático de Derecho administrativo. Universidad Politécnica de Madrid. Letrado de Cortes. Abogado