Una tesis doctoral de música y estudio de la psique: “Las canciones de José Alfredo Jiménez, una escucha analítica”.

 

 

1. Del autor de la letra de El rey cabe sin duda afirmar que es un enamorado -un varón, sin duda- que no ha sido correspondido aunque intenta consolarse repitiéndose a sí mismo que ella, en su fuero interno, también sufre con la situación. En efecto: 

– “Yo sé bien que estoy afuera (afuera de tu vida): se empieza reconociendo la realidad. Y a continuación viene el pero que sirve de alivio: “el día que yo me muera, sé que tendrás que llorar (y llorar y llorar)”. La pena es compartida. 

La siguiente frase de la misma estrofa vuelve a tener esa estructura: de un lado “dirás que no me quisiste”; y por otra parte (“pero”) “vas a estar muy triste, así te vas a quedar”. 

– La tercera estrofa constituye de nuevo un lamento, aunque autopunitivo: “una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar (rodar y rodar, rodar y rodar)”, seguido de nuevo de algo parecido a una redención o promesa de redención: “después me dijo un arriero que no hay que llegar primero, pero (el infaltable pero) hay que saber llegar”.

Y, en medio, el estribillo, que todos hemos tarareado mil veces, una suerte de himno a la libertad personal y una celebración -en medio de la desgracia- de una existencia que se muestra solitaria: “con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley”. Cierto que “no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda”. Ahora bien (“pero”): “sigo siendo el rey”. Desengaño y orgullo (en términos muy intensos ambos) mezclados hasta resultar indistinguibles. El México profundo -y, visto con ojos de hoy, machista-, el de la mujer ingrata o incluso abiertamente fatal. 

José Alfredo Jiménez, el padre de la criatura, vivió menos de cincuenta años (1926-1973), pero le cundieron mucho. Aparte de haber jugado al fútbol en su juventud -fue portero de los equipos Oviedo y Marte de la primera división-, tuvo ocasión de componer casi trescientas canciones y cantarlas. Está enterrado en su ciudad natal, que es -como corresponde- Dolores Hidalgo, en el Estado de Guanajauto: la que lleva el nombre del grito de 1810 y de quien lo pronunció, el cura -criollo, ¡cómo no!- tan famoso.

María Victoria Arechabala Fernández, con nombre de guerra Toya, dedicó a las letras de las canciones de José Alfredo su tesis doctoral en la Complutense -Facultad de Filosofía, Master en Psicoanálisis y filosofía de la cultura- hace más de diez años. En 2013 se publicó, en una edición no venal, en su México lindo y querido (una de sus tres patrias: las otras dos son Cuba y España). El libro resulta, a estas alturas, difícil de encontrar, pero a la tesis puede acceder fácilmente cualquiera, y sin coste, como sucede, por regla general, en las Universidades españolas. Vale la pena hacerlo. 

El libro, por su parte, se puede encontrar aquí:

https://www.elargonauta.com/libros/las-canciones-de-jose-alfredo-jimenez-una-escucha-analitica/978-607-7663-54-6/ 

Primero, por lo que tiene de exposición del marco teórico, el psicoanálisis de Sigmund Freud, en concreto en su vertiente -francesa- de Jacques Lacan y Michel Foucault (siempre a partir de Roland Barthes, claro es): el subtítulo “una escucha analítica” anuncia que se trata de estudiar a las rancheras precisamente desde esa óptica.

Segundo, porque Toya, mujer cultivada donde las haya, sube muchas veces hasta la mitología griega para enmarcar sus reflexiones. Sobre todo, se fija en los dioses musicales por excelencia, Hermes y Orfeo. Siempre, claro está, desde la contraposición entre Apolo y Dionisos: discípulos de Nietzsche hemos terminado todos siendo. Y eso sin olvidar a las divinidades por así decir colectivas, como las musas      -las nueve canónicas- o, en el mar, las sirenas.

Y tercero, por supuesto, porque -con perdón por la obviedad- las rancheras son la expresión de un nacionalismo, el mexicano, que participa de las características de todas ellas -lleno de pena y dolor, como la bikina, pero también de entusiasmo- aunque presente sus singularidades, porque el lugar de la expresión de la sociabilidad resulta ser la cantina, con la borrachera como manera de compartir los sentimientos y, claro está, de olvidar las desgracias de una vida que, en efecto, consiste en algo tan poco amable como rodar y rodar.

La cultura popular -la música, sobre todo- es un producto de primer orden para conocer a las sociedades en lo más profundo. Piénsese en lo que fue el rock en los Estados Unidos de mediados del siglo XX (partiendo, como bien recuerda Miguel Ríos, de los tugurios del Mississippi). O el bolero en el Caribe en la misma época. O, desde antes, el tango en Argentina o la copla a este lado del Atlántico.

Letristas de las canciones (que luego entonan ellos mismos o no) son también en España Rafael de León (1908-1982) o el inimitable Joaquín Sabina, en plena creatividad a sus setenta y cinco tacos (y cuya “diecinueve días y quinientas noches” tan cercano parentesco argumental muestra con “El rey”). ¿Letristas -palabra que se suele emplear para minusvalorar las cosas- o más bien poetas y además de primer orden? A ver cuando Toya se anima a dedicarles su atención monográficamente a ellos dos, porque el resultado promete ser espectacular.

 

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz