Sobre los personajes de los Episodios Nacionales de Galdós

 

1. La literatura del pesimismo sobre España constituye todo un género literario -perdón por la obviedad-, de la que la generación del 1898 es sólo un eslabón, porque la cosa empieza, como poco, con el barroco, con un Quevedo y un Gracián en lugares de jerarquía. ¿Es Galdós uno de sus representantes? Sí y (aunque en menor medida) no. Le tocó vivir, sin duda, en una sociedad aferrada a una mentalidad (sobre todo, desde el punto de vista de la religión católica y más aún de la Iglesia que la encarna) que a él no le gustaba nada y de hecho luchó contra ella, hasta el punto de enajenarse el respaldo que merecía para obtener el Premio Nóbel. Pero tampoco resulta enteramente cierto que en todo momento se mostrase como un hombre sin esperanza alguna, aunque, obviamente, el paso del tiempo le hizo mella, como a cualquier hijo de vecino: con los años, nos acaba saliendo a todos el abuelo cebolleta, gruñón y con idealización del pasado, que llevamos dentro.

2. El libro de Luis Gonzalo Díez, “La epopeya de una derrota”, con el subtítulo “El demonio de la política en los Episodios Nacionales de Galdós” -unas palabras que lo dicen todo, como luego se explicará- es, en realidad, un dos en uno: un análisis psicológico de cada uno de los personajes -en esencia, acertado- y luego un juicio de valor sobre los pensamientos más íntimos del propio Galdós. A veces ambas cosas resultan indiscernibles (la vieja cantinela de los juristas sobre si en tal o cual locución o expresión lo que se encuentran son sólo informaciones o también opiniones: puro bizantismo) pero ahora, aunque sea con un bisturí bastante artificial, hay que intentar disociar ambas cosas, si se quiere dar cuenta cabal del libro.

3. De entrada, en efecto, el autor realiza una suerte de who is who por los Episodios Nacionales, o al menos los más relevantes. Puede servir para orientarse la siguiente lista:

I) Primera serie, escrita entre 1873 y 1874 (o sea, en pleno sexenio revolucionario y con un Galdós apenas con treinta años), con objeto en la guerra de la independencia o incluso antes. A saber:

– Trafalgar, o sea, sobre lo sucedido en 1805. Aparece Gabriel Araceli, luego llamado a quedarse.

– La Corte de Carlos IV, con el motín de El Escorial (1807) en el foco. Y con la entrada en escena de Amaranta (“no una mujer traviesa e intrigante, sino la intriga misma”) y Pacorro Chinitas.

– El 19 de marzo y el 2 de mayo. Los días de los otros dos motines, ya en 1808 como conoce todo el mundo.

– Bailén. A través de Doña María, la condesa del Rumblar, y su hijo Don Diego se pone sobre papel algo tan clásico como el conflicto generacional.

– Napoleón en Chamartín. Santiago Fernández.

– Zaragoza. El tío Candiola (tan avaro como el de Moliére) y don José de Montoria, “uno de los labradores más ricos”.

– Gerona. Andresillo Marijuán y sobre todo las ratas, esa “bestia cosmopolita, que igualmente se adapta a la civilización y al salvajismo”, aunque en aquél contexto el “indigno roedor” no era sino Napoleón.

– Cádiz. Un inglés, Lord Gray.

– Juan Martín el empecinado. El propio guerrillero y Vicente Sardina.

Hasta aquí, lo relevante de la primera de las cinco series.

 

II) Segunda serie, escrita entre 1875 y 1876, es decir, cuando el sexenio se encaminaba hacia lo que acabaría conociéndose como la restauración. Salvador Monsalud sustituye a Gabriel Araceli en el papel de hilo conductor. Y se trata de:

– El equipaje del rey José. El título, una vez más, lo dice todo: Bonaparte, fuera.

– La segunda casaca, con objeto en los seis años del primer período absolutista de Fernando VII (1814-1820), o más exactamente en las conspiraciones -de las que salen trece en el recuento- anteriores a la de Riego, que acabó siendo la definitiva. Y con Juan de Pipaón en el rol estelar.

– Grande Oriente, así como 7 de julio. El trienio liberal, en suma. A retener los nombres de Patricio Sarmiento, comunero, y Primitivo Cordero.

– Los cien mil hijos de San Luis. El interlocutor de Monsalud pasa a ser Rafael Sendoquis, conscientes ambos de que su proyecto, el liberal, ha concluido.

– El terror de 1824. Una novela (ahora me anticipo yo a dar la que es mi propia y muy subjetiva opinión) aterradora, donde Galdós, al narrar el ajusticiamiento de Riego en la Plaza de la Cebada de Madrid, hace un retrato del personaje que, para decirlo con suavidad, no le deja en buen lugar. Y cierro este paréntesis personalísimo.

– La desheredada.

 

III) Tercera serie, con la guerra carlista -la primera- como trasfondo, y escrita ya al final del siglo XIX, entre 1898 y 1990, en plena psicosis de desastre. De la que se destacan las tres siguientes novelas:

– Zumalacárregui. Con Beltrán de Urdaneta al frente.

– Los Ayacuchos. Hora de Fernando Carmena y Pedro Hillo. El enfrentamiento ya no es entre liberales y reaccionarios, sino dentro de las filas de los primeros. Y acerca de lo cual Galdós parece rendirse y dejarse llevar por la amargura: “Entre todos hicieron de la vida política una ocupación profesional y socorrida, entorpeciendo y aprisionando el vivir elemental de la nación, trabajo, libertad, inteligencia, tendidas de un confín a otro las mallas del favoritismo, para que ningún latido de actividad se les escapase. Captaron en su tela de araña la generación propia y las venideras, y corrompieron todo un reinado (…) y las aguas donde todos debíamos beber las revolvieron y enturbiaron, dejándolas tan sucias que ya tienen para un rato las generaciones que se esfuerzan en aclararlas.

– Montes de Oca.

 

IV) Cuarta serie, escrita en 1906 y 1907 -siendo Galdós ya sesentón- pero con objeto en un período que para entonces sonaba tan remoto como el reinado de Isabel II, que como es notorio había concluido casi cuarenta años antes. Y con José García Fajardo, arquetipo del burgués ennoblecido, en el lugar primero. A destacar:

– Prim. Con el marqués de Beramendi.

– La de los tristes destinos. Es Santiago Ibero en quien hay que fijarse.

 

V) Y, en fin, quinta y última serie, elaborada entre 1907 y 1912 por un Galdós cada vez más achacoso e incluso ciego. Con Mariclío como personaje mayor. La serie concluye, cómo nadie ignora, con la novela que lleva el nombre de Cánovas, que a su vez termina con esa ácida descalificación de los dos partidos dinásticos como organizaciones dedicadas en exclusiva a “pastar en el presupuesto”.

Hasta aquí, la exposición de la parte por así decir descriptiva del libro. Un repaso, se insiste, por los personajes -por su interioridad- que Galdós se había ocupado de poner en cada una de las novelas que se han seleccionado.

 

4. Pero el estudio de Luis Gonzalo Díez tiene una segunda parte -dispersa a lo largo del texto pero más explícita al principio y al final- en la que el analizado es el propio Galdós, del que se intenta obtener un perfil. Y ahí es donde nuestro autor, entre las dos líneas que se indicaron al inicio -el Galdós insatisfecho y el Galdós esperanzado-, no las pone en el mismo plano: se expresa como si el segundo (a salvo de lo que se dirá luego) apenas hubiese existido. Y lo hace además focalizando el problema en el exceso de política (al cabo, el exceso de ideología) de nuestro siglo XIX, que, según la interpretación que el autor del libro realiza de lo que a la vez Don Benito recogió en los Episodios Nacionales, sería la causa de lo que al cabo habría representado un fracaso sin palabras. Ahora se explica lo que se indicó al inicio de esta reseña sobre el título del libro: la política es un “demonio” y lo que se relata en los Episodios nacionales constituyó “una derrota”, sin que quepa mitigarla con matices. Por ejemplo, en pág. 10 (en “Prólogo. Galdós en movimiento”):

“Reconozco que no he podido o sabido leer a Galdós sin la experiencia del siglo XX a mis espaldas. Esta lectura creo que me a ayudado a entender mucho mejor la profundidad de su inteligencia histórica. y no porque Galdós tenga espíritu de profeta, sino porque comprendió algo que  ellsiglo XX no ha hecho sino constatar: como la política puede convertirse en un desatino para la sociedad consumida por ella, por sus esperanzas e ilusiones perdidas, hasta el punto de enfermar el alma de los hombres y sustituir los sentimientos morales por las pasiones ideológicas. Los episodios constituyen una delumbrante reflexión narrativa sobre las actitudes psicológicas prevalecientes en una sociedad enferma de política, adoradora de un dios que impone el cueto de la acción por encima de todo, aquella divinidad que Joseph Roth, en su primera novela, con los fuegos de la Primera Guerra Mundial a sus espaldas, llamó el dios europeo rector de la política.

Si un Víctor Lerge, un Arthur Koestler, una Margarete Burber-Neumann, un George Orwell o una Eugenia Ginzburg hubiesen leído las tribulaciones de un Salvador Monsalud en la España del cisma ideológico, la melodía de esas tribulaciones difícilmente no les hubiese sonado a muy conocida. La experiencia del hombre exhausto, exasperado, reservado por el demonio de la política es, en mi caso, la huella imborrable que la obra de Galdós ha dejado en mi memoria”.

Una advertencia ahora: “El cisma ideológico” es como Luis Gonzalo Díez rotula precisamente el Capítulo dedicado a la segunda serie de los Episodios, la que se abre con El equipaje del rey José.

Que lo segundo -el Galdós luchador, si se quiere decir así, el no resignado- se encuentre menos realzado no significa que el libro se olvide del todo de esa otra faceta del homenajeado, aunque hay que esperar casi hasta el final para encontrarla. Así, en página 174:

“El siglo XX se barrunta al final de los Episodios como un siglo en el cual todo está por hacer. El pueblo español, pese a tantos intentos frustrados, debe volver a constituirse en estado de epopeya. Aunque el siglo XIX haya demostrado en qué puede terminar convirtiéndose el sueño nacional de un Gabriel Araceli, ese sueño es irrenunciable. Y la revolución inspirada por él, una tarea siempre por recomenzar. Al fin, hay que seguir siendo románticos.

Galdós no se resigna a que, por toda epopeya, los españoles tengan la lucidez de su derrota histórica; a que encuentren en el escepticismo una actitud con la que sobrellevar honorablemente el epicureísmo ramplón de los tiempos bobos y el mezquino egoísmo de los políticos”.

Y también, página 175:

“Para Galdós, la guerra ideológica contemporánea sigue en marcha tras el fin de los Episodios. Lo que hace de éstos mucho más que una obra histórica al formar parte de la corriente narrada en ellos. Motivo que, quizá, ayude a explicar por qué Galdós, como George Orwell, que también hablaba de hechos y procesos sin concluir, se mueve contradictoriamente entre la escéptica lucidez de sus juicios históricos y el compromiso revolucionario de su juicio político.

 

Esta contradicción es la que llevaría a hombres íntegros como ellos a no resignarse estéticamente a la epopeya literaria de toda derrota histórica, a combatir moralmente contra el escepticismo intelectual motivado por el conocimiento histórico, a seguir actuando políticamente en un mundo obstinado en la perdición”.

El autor, en suma, acaba recuperando (aunque parece que le cuesta) al Galdós que no termina de tirar la toalla. El que vió en su Trafalgar, escrita en 1873, un embrión de sentimiento patrio y noble que, pese a todas las calamidades, no se terminó de extinguir nunca en lo más recóndito del escritor grancanario, aunque sus personajes -y tanto en mayor medida contra más avanzaba el tiempo- cada vez se expresaran con más derrotismo.

5. Estamos en el año 2020, centenario de la muerte de Galdós: precisamente en esa sazón se ha publicado el libro de Luis Gonzalo Díez. Que, por supuesto, no cae del cielo. Y por muchas razones.

Primero, porque, si hay conmemoraciones que sirven para el ajuste de cuentas y la denigración, hay que indicar que con Galdós está sucediendo justo lo contrario. Ha habido de todo (un Alejandro Cercas siempre existe en la vida y no hay manera de evitarlo), pero en general se observa que en la intelectualidad patria, que durante tanto tiempo se mostró tan poco reconocedora de los méritos de Don Benito -desde Valle Inclán hasta Juan Benet y en general los escritores de los años sesenta-, hoy han tornado las cosas y predomina el aplauso de manera abrumadora. Quien firma esta breve reseña quiere transparentarse y hacerlo sumándose a esa línea de celebración, subrayando sobre todo en Galdós su extraordinaria capacidad de reírse de todas las divisiones y clasificaciones que se puedan aplicar a la creación intelectual: es al tiempo escritor de ficción y de no ficción, pero, si acaso se le aplicasen las fronteras de lo que en nuestro mundo académico llamamos las áreas de conocimiento, podría ser visto a la vez como experto en psicología, en sociología o en eso que se conoce como psicología social.

Y por otra parte, estamos en estos comienzos de 2020, coronavirus aparte, ante una crisis profundísima de credibilidad institucional y (esta vez) no limitada a España. Los diagnósticos más socorridos y elementales -la gente es buena, los malos son los políticos- se generalizaron durante la recesión económica de 2008 a 2012, y de ahí la emergencia de los populismos, pero la (relativa) recuperación que hemos vivido desde entonces no nos ha hecho volver, en lo que tiene que ver con las mentalidades, a la situación anterior y supuestamente idílica.

De esos fenómenos, sobre los que ya hay escritos bibliotecas enteras, lo más relevante de todo es lo que se ha indicado sobre lo universal de su geografía: Spain is no more different. Y sea dicho ello felizmente, sin perjuicio de que aquí tengamos, con la sociedad catalana, una dolencia más agudizada.

Eso (que, en definitiva, la coacción de las habas ha dejado de constituir un monopolio de la gastronomía española) no resulta precisamente irrelevante, antes al contrario, a la hora de analizar a un Galdós cuya visión (quizá sólo implícita, pero desde luego muy poderosa) consistía en entender que lo negativo -la ideologización, la pervivencia de lo irracional y ancestral y todo lo que ya sabemos- era privativo nuestro.

Si Luis Gonzalo Díez reconoce que no ha podido o sabido leer a Galdós “sin la experiencia del siglo XX a sus espaldas”-en realidad, el presentismo, o sea, ver el pasado con planeamientos de hoy, resulta inevitable, por mucho que uno intente escaparse: cabe prescindir de muchas cosas, pero de lo que no se puede  disponer es de lo que son los propios ojos-, el autor de esta reseña de su libro quiere concluir haciendo la misma confesión pero no desde esa perspectiva del tiempo, sino desde la del espacio, la de la geografía: hoy resultaría impensable ver en Galdós sólo un escritor (o un pensador, que es lo que en realidad) español. Representó mucho más que eso, de la misma manera que reducir a Balzac o Flaubert a lo francés significa no saber en qué mundo nos ha tocado, para bien o para mal, vivir.

El libro de Luis Gonzalo Díez -la segunda parte, por así decir, la de los juicios de valor sobre Galdós- es de los que, se coincida o no con todas y cada una de sus opiniones -el asunto no puede ser más rico en matices-, vale la pena leer. Porque, a través de Galdós, y de sus análisis sobre un lugar y una época -la España del siglo XIX, con sus sombras y también sus luces-, puede uno, sea o no devoto de Don Benito, hacerse reflexiones que van mucho más allá. Hasta el infinito o casi.

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz.

 

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