Chiringuito, pero muy eficiente. 

William Dalrymple, La anarquía. La compañía de las Indias Orientales y el expolio de la India, Desperta Ferro Edidiones, 2021.

Basta leer la contraportada para confirmar lo que se desprende del subtítulo (“el expolio de la India”): estamos ante una (nueva) muestra de lo que se conoce como la cultura de la cancelación, o sea, el autoflagelo de los anglosajones, su particular memoria histórica o como se la quiera llamar. También ellos tienen, aunque hayan estado emboscados durante siglos, sus Bartolomés de las Casas. Beans are cooked everywhere.

Literalmente: “En 1765, la Compañía de las Indias Orientales derrotó al joven emperador mogol y puso un gobierno controlado por mercaderes ingleses. En ese momento, quedó señalada la transformación de la Compañía de las Indias Orientales en algo muy distinto a una empresa: un agresivo poder colonial. Durante el siguiente medio siglo, la Compañía continuó extendiendo su poder hasta que casi toda la India al sur de Delhi se controlaba desde un despacho londinense”.

 Más tono acusatorio todavía: lo que el autor relata es “cómo el Imperio mogol, que había dominado el comercio y la manufactura mundiales, y que poseía recursos casi ilimitados, se derrumbó y fue reemplazado por una corporación multinacional al otro lado del mundo que respondía a unos accionistas que jamás habían estado en la India y que no tenían idea del país que les reportaba jugosos dividendos”. Y ya para concluir y con ánimo presentista: el libro contiene “una historia acerca de los devastadores efectos que puede tener el abuso de poder por parte de una gran corporación y que resuena amenazadoramente familiar en este siglo XXI de todopoderosas empresas transnacionales”. El lector occidental no podrá quejarse de no haber sido debidamente preparado para la más refinada de las faenas del espíritu de la cultura de la cancelación: le ponen a uno enfrente de lo peor de sus ancestros.

Fundada en 1599/1600 (o sea, más o menos cuando en España falleció Felipe II), la Compañía, a finales del siglo XVII, seguía siendo, por lo que se afirma en la Introducción, un chiringuito: “Después de cien años de historia, tan sólo tenía 35 empleados fijos en su oficina central”. Y a mediados del XVIII (cuando aquí empezó a reinar Carlos III, por seguir con los parangones), su sede todavía se encontraba en “una pequeña oficina de no más de cinco ventanas de ancho en la ciudad de Londres”.

Una pequeña puntualización, quizá innecesaria para los que están familiarizados con el debate político español de nuestro tiempo. Chiringuito, según el DRAE, primera acepción, es un “quiosco o puesto de bebidas al aire libre”. Pero cabe precisar más sobre su emplazamiento: tiene que ubicarse en una playa y en el mediterráneo. Sobre los orígenes de la palabra cabe debate, aunque los indicios más sólidos parecen ser los que apuntan a San Pedro de Alcántara, en Málaga, reino de espetos (de sardinas o de salmonetes, según temporada): verdaderos templos del buen comer. Los catalanes, que reivindican como suyo a Beethoven y a Colón, dicen por supuesto ser también los padres de esta criatura, pero darles algún grado de credibilidad depende de un juicio soberano e insobornable de cada quien.

Aunque no nos engañemos: con chiringuitos se alude, en todo desabrido, a las entidades creadas por los políticos sin otro cometido que ampliar el pesebre donde puedan abrevar sus cuates y además sin sufrir las limitaciones del que en la Administración son los Altos Cargos o también el eufemísticamente llamado personal eventual. La Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, les incluye, con el lenguaje circunspecto y tecnocrático que es propio de las circunstancias, en el sector público institucional, al que dedica el Título II (Arts. 81 a 139), donde aparece toda la taxonomía, que además resulta riquísima: en el catálogo no faltan los organismos públicos (a su vez clasificables en organismos autónomos, entidades públicas empresariales y agencias), las autoridades administrativas independientes, las sociedades mercantiles, los consorcios, las fundaciones y, por si faltaba algo, los fondos carentes de personalidad. Y, además, tamaña exuberancia (las entidades instrumentales, en lenguaje técnico: se habló en otros tiempos de descentralización funcional, como alternativa a la territorial, o, en terminología actual, de Administración paralela) no resulta privativa del Estado, sino que las Comunidades Autónomas (17) y los municipios (más de 8.000) pueden disponer de un elenco similar de puestos donde colocar a los amiguetes. Y de hecho así sucede, sin discriminación de credos o de lugares. Muchos políticos hablan este verano de 2021 con escándalo de la auditoría de la Administración paralela de la Junta de Andalucía, pero, si miraran su propio ombligo, verían cosas muy parecidas. Andalucía es, sí, la orgullosa tierra de María Santísima, pero, a los efectos que nos conciernen, no tiene nada de particular.

Y eso que ya no existen las Cajas de Ahorros, que hasta la crisis financiera de 2010/2011 tanto cundieron a la hora de dar cobijo a la clientela del partido.

Digamos de manera incidental que los que nos dedicamos a esa rama del saber tan críptica y autorreferencial que es el Derecho Administrativo llevamos décadas -mucho antes de la Constitución de 1978 y la partitocracia- hablando de esas criaturas con tono de denuncia de su impureza y con unas palabras que han hecho fortuna: huida del Derecho Administrativo. Huida, por cierto, en tromba. Pero dejemos ese debate académico para luego y recuperemos el hilo del discurso.

Chiringuito, así pues, significa, en román paladino, un tingladete del todo ineficaz (perfectamente superfluo, para hablar claro), pero, ay, carísimo, que es lo que hace que lo inútil pase a ser nocivo (para el bolsillo del contribuyente, por supuesto).

Resulta innecesario puntualizar, de puro obvio, que no todas y cada una de esas instituciones responden a ese esquema de caricatura y mamandurria, porque el mundo no conoce regla sin excepciones: existen algunas -los nombres los conoce todo el mundo- que son verdaderas joyas.

Y, aplicando esas categorías (del siglo XXI español, se insiste) a lo que se puede leer en el libro, se obtiene que la Compañía de las Indias Orientales era, sí, un chiringuito, pero que, en términos de utilidad/coste -o sea, al margen de otros juicios de valor-, ofrecía un ratio de eficiencia verdaderamente envidiable. Baste recordar algunos datos históricos, por lo demás bien notorios, empezando por lo sucedido hasta 1850, y a costa del Imperio mogol -mogol, no mongol, por favor-, a veces para más inri en pugna con otras potencias europeas:

– Los intentos de establecerse en las Molucas, las islas de las especias, se topan con los holandeses. El fiasco obliga a poner los ojos en tierra firme, lo que hoy llamamos el subcontinente indio, o simplemente el subcontinente, donde la competencia -la francesa- se mostró menos aguerrida.

– 1655: Se funda -en la costa occidental, o sea, en la orilla del mar de Arabia- Bombay, primera base naval de la empresa.

– 1690: Calcuta -en la otra costa, la oriental, junto a la desembocadura del Ganges- se convierte en la primera base inglesa en la región de Bengala, la parte noreste del territorio.

– 1739: Al sufrido imperio mogol le sale otro competidor, los persas, para entonces por cierto ya convertidos a Mahoma, que saquean Delhi.

El período central del siglo XVIII se mostró belicoso, porque los países de Europa andaban en expansión y en el globo no había sitio para todos: entre 1740 y 1748, al morir María Teresa, se desató la guerra de sucesión austríaca (“guerra de la pragmática”), que tuvo su réplica en la India con la llamada primera guerra carnática, que toma el nombre de la costa suroriental de la península, a partir de Madrás, para entendernos. O sea, lo que en los mapas sale debajo de la Bahía de Bengala. Y, no bien terminada, y con ocasión del control de Silesia por una Prusia emergente, sucede que entre 1756 y 1763 se desata otro conflicto de todos contra todos, el que conocemos como la guerra de los siete años, que igualmente se notó allí. El mundo era, ya entonces, un pañuelo.

Y eso sin contar con las deserciones -fugas, si se quiere- dentro de las propias filas mogoles. En la provincia de Bengala, el poder había sido agarrado en 1740 por Aliverdi Khan, fundando su propia dinastía, los nabab. Algo parecido ocurrió en Delhi en 1757 con Najib Khan Yusufzai, que dio lugar a los llamados rohillas. Con razón el siglo XVIII se conoce como la Anarquía o incluso la Gran Anarquía, con mayúsculas todo ello: los mogoles mandaban sólo sobre el papel. Algo parecido a lo que, muchos siglos antes, les habían sucedido a los romanos en el frente del Danubio a partir de la catástrofe de Adrianópolis de 9 de agosto de 378: cuando un Imperio declina, la gente se busca la vida por su cuenta. Nadie quiere ser el último que queda, el llamado al triste cometido de apagar la luz.

Es entonces cuando para la Compañía entra en su apogeo, militar incluso: los hitos fueron en 1757 la batalla de Plessey -junto a Calcuta-, con el triunfo frente al gobernador mogol de Bengala; y 1765 -el año antes del motín de Esquilache en Madrid, para perseverar en los paralelismos-, cuando se consigue firmar con el emperador Allah Hebad una suerte de compromiso (en realidad, un armisticio, aunque más tarde se elevaría a la noción de Tratado) por el que el cobro de los tributos, la primera de las marcas de soberanía, pasa a estar bajo el control de este exitoso chiringuito. La cima se alcanza en 1803, cuando la Compañía -ya bajo el control parlamentario establecido en las leyes de 1773 y 1783, en el mandato de Jorge III, el mismo Rey que tuvo que sufrir la independencia americana- entra en Delhi (en el Ganges, pero muy arriba) y pasa a controlar casi todo el territorio.

Pero es notorio que a los ascensos siguen fatalmente las caídas. En 1813 -bajo la regencia de otro Jorge, el que a partir de 1820 sería el IV- el Parlamento pone fin a su monopolio comercial. Y en 1833 -o sea, de inmediato tras la famosa reforma del régimen electoral británico-, con Guillermo IV, el antecesor de la reina Victoria, último monarca de la casa de Hannover, pura y simplemente se le priva del derecho a comerciar. Se abre una etapa nueva y transitoria, marcada por el motín de los cipayos -los nativos colaboracionistas, para entendernos- de 1857, reprimido con brutalidad    -lo que los españoles no habían hecho con los criollos rebeldes, dicho sea de paso-, que da lugar poco más tarde, en 1859, a la nacionalización del capital de la empresa. El principio del fin. Su extinción formal tiene lugar en 1874, cuando el Reino Unido -la metrópoli- deviene directamente el administrador de la colonia, el Raj británico, que se extendió hasta 1947, o sea, tras la Segunda Guerra Mundial.

Chiringuito en la acepción científica del término -en el de San Pedro de Alcántara-, la Compañía lo fue sólo entre 1859 y 1874, los últimos quince años y no precisamente los más gloriosos, aunque si empleamos la noción en sentido más amplio e impropio puede quedar comprendido también el período anterior, el lustroso: la segunda mitad del siglo XVIII. La época, y no por coincidencia, del inicio de la revolución industrial en Manchester y Liverpool.

En suma, que de la conquista y colonización de la India, para decirlo con palabras de nuestra gesta americana, puede predicarse que fue una tarea -primero comercial y sólo luego militar- esencialmente privada. Tampoco resulta de extrañar ese componente: piénsese en nuestras encomiendas, la figura esencial del Derecho indiano.

En el bien entendido de que el territorio a considerar -el subcontinente, con 4.480.000 kilómetros cuadrados, lo que antes se llamaba el Indostán, es decir, todo lo que se encuentra al sur del Himalaya: de hecho, a veces se habla de Asia del Sur- no cubría sólo el territorio de lo que hoy es el Estado Indio. También incluía Pakistán (los vecinos de Afganistán, ese bucólico país que en agosto de 2021 nos ha dado tantas alegrías) y además Bangladesh    -inicialmente, Pakistán Oriental-, Nepal y Bután, aparte de las islas de Sri Lanka -Ceilán- y Maldivas. La suma cuenta hoy con 1.640 millones de habitantes -la cuarta parte de la población mundial, que se dice pronto-, frente a los 1.403 de la República Popular China. Son cantidades de una escala distinta a la que solemos manejar los europeos: Alemania se queda en 83 millones, Francia 67, Italia 59 y nosotros 47. Apenas unas aldeas.

Del libro hay que subrayar (y aplaudir) que se detenga en explicar que no toda la India prebritánica era mogol. Ni mucho menos. Según épocas y zonas, estuvo el imperio maratha. Y por supuesto, y como ya se ha indicado, la frontera oeste -la de Irán, a la sazón, se insiste, ya islamizado- se mostró siempre porosa. Hasta 1722, allí gobernaba la dinastía -de obediencia chiíta- safávida, que en algunos territorios sobrevivió hasta 1736/1760. Una teocracia en sentido propio. Visto con ojos de hoy, diríase que hay países que no consiguen liberarse nunca.

No hace falta decir que William Dalrymple pone mucho énfasis en las personas de carne y hueso que protagonizaron esa historia. De parte británica, el liderato se lo lleva sin duda Robert Clive, primer barón Clive (1725-1774), que, como le sucede a todo Hernán Cortés, puede verse, según la perspectiva, como héroe o como villano, aunque aquí prevalece esta segunda perspectiva: se le califica de “violento depredador empresarial, completamente despiadado y con brotes intermitentes de inestabilidad mental”. Pero también entran en escena, y con unos rasgos más matizados, algunos de los que en 1781 habían tomado parte en esa noche triste que para los ingleses fue Yorktown, como Lord Cornwallis -primer gobernador de la India- y el coronel Arthur Wellesley, que, dicho sea de paso, en 1812 se haría famoso en España y acabaría recibiendo el título de duque de Wellington. En el abigarrado universo mogol, el lugar de privilegio se le reserva al príncipe Shah Alam (1728-1806) a quien le tocó, como suele decirse, lidiar con la más fea: el período de la Gran Anarquía, nada menos. Pese a lo cual, se cuenta que fue un hombre refinado y generoso mecenas de artistas.

Pero había quedado un cabo suelto sobre el viejo debate español acerca de la huida del Derecho Administrativo. Una huida, en concreto, hacia ordenamientos más flexibles, como el Civil, el Mercantil o el Laboral, aunque, dicho sea sin ofender, a donde parece que en muchas ocasiones se ha terminado arribando es al Derecho Penal. Pero olvidémonos ahora del punto de llegada, porque nos interesa sólo el de partida. Antes de volver al libro objeto de la reseña -en concreto, a la aportación, británica y asiática, a esa controversia- conviene, pensando en los no conocedores del asunto, refrescar algunas ideas elementales.

Las relaciones jurídicas (empecemos, en honor de Savigny, por ahí) pueden tener lugar entre iguales y encontrar su fuente en el contrato o, bien al contrario, desarrollarse entre desiguales y estar regidas por la ley. Todo depende, como es obvio, del contenido y la finalidad. Lo primero sirve para el comercio, porque el que hoy compra es el mismo que mañana vende. Lo segundo, por su parte, es lo propio de los gobiernos, porque no hay actividades tan opuestas como mandar y obedecer. De ahí que se deba partir del Derecho Privado, sabiendo que el Administrativo consiste, sobre esa base, en establecer prerrogativas, exorbitancias o como se le quiera llamar, con la famosa autotutela en lugar de honor.

Ese esquema, en última instancia reconducible a Hegel -la burgerliche Erwerbgessellschaft, el reino de las necesidades, frente al Estado providente- es, por supuesto, fruto de la ideología y no responde a la realidad, donde todo se encuentra mucho más entreverado. Para empezar, porque nada es gratis y menos aún los tratos de favor a un sujeto, aquí la Administración, o las Administraciones, que, para agenciarse los medios -personales o materiales- que le hacen falta, está obligada a funcionar con los ritmos desesperantes que las legiones romanas cuando se ordenaban en lo que se conoce como tortugas: táctica, sí, implacable, pero no precisamente de rápido manejo. Son los famosos “privilegios en menos” que pesan sobre los poderes públicos a la hora de reclutar personal -el principio de mérito y capacidad está proclamado en la Constitución: Art. 103.3- y de adquirir bienes y servicios en el mercado: los famosos contratos del sector público.

Y he aquí que muchas veces ese gravamen -la burocracia y la pérdida de tiempo: la cara B del Derecho administrativo, en suma- acaba anulando las ventajas, de suerte que, hechas las sumas y las restas, el saldo termina siendo negativo y al gestor público se le plantea la tesitura de renunciar al supuesto oropel -sus pompas y sus obras- y volver a la casilla de salida, que total no era tan mala: para decirlo con las conocidas palabras de Jellinek, como cuando los militares se dejan en casa el uniforme y salen de paisano (“im Zivil”). Es eso justo lo que los estudiosos de esta rama del ordenamiento analizamos con tono de denuncia: la huida, que es la palabra que, para ponerle a la cosa un toque de malditismo, acuñaron en Suiza un Fleiner y en España un Clavero. Porque precisamente para esto están, en todo o en parte, los chiringuitos a los que se aludió al inicio, aunque el nombre -con toda evidencia, poco amable- sea más reciente.

El libro -documentadísimo: exhaustivo, incluso- de William Dalrymple, si se lee con las anteojeras de quienes nos dedicamos a este oficio (y nos gusta la historia y también la geopolítica, o geoestrategia, que sabemos que, quieras que no, exige siempre llenarse de barro y de suciedad), nos arroja nueva luz sobre esas preguntas que llevamos haciéndonos tanto tiempo. La Compañía de las Indias Orientales empezó siendo una sociedad mercantil -formal y también materialmente, o sea, con capital privado- y, sin abandonar esas hechuras, se acabó convirtiendo en titular de un poder político que, además, utilizó la violencia hasta el grado de la crueldad, sobre todo en los dramáticos sucesos de 1857, que, por lo brutal del asunto, no se explican con las categorías -a esos efectos, propias de un debate tan bizantino como el del sexo de los ángeles- de si estamos ante derecho de un tipo o del otro.

La duda de fondo es si eso representó una novedad aportada por la Compañía. Y es que, echando la vista atrás, se encuentra uno, mucho antes del año cero de nuestra civilización, con los fenicios, que hicieron del comercio (y de la navegación, porque lo uno no se entiende sin lo otro) el modo de asentarse en otros lugares del mediterráneo y de proceder a la aculturación de los nativos, que acaba siendo la única manera estable de dominar. Más tarde (aunque en cualquier caso antes de que los británicos empezasen a pensar en el subcontinente) salen a la palestra las ciudades de la Liga Hanseática, en el Mar del Morte y en el Báltico (para los alemanes, el Ostsee, el Mar del Este). O sea, que, al cabo, sucede que, para llegar a la dominación -lo que el libro en la portada llama “el expolio”-, empezar por comprar y vender -lo que en cada momento la gente tenga o necesite, respectivamente- no resulta algo infrecuente. Más bien justo a la inversa.

El mérito de la Compañía de las Indias Orientales -por supuesto, no una entidad comprometida con los derechos humanos y devota de los escrúpulos a la hora de desempeñarse- hay que buscarlo más bien en otra cosa. Seguramente, en la encomiable economía de medios desplegados, lo barata que salió: visto con los ojos de nuestra época, en la que todo se despilfarra y dilapida (y no sólo en España: piénsese en la fortuna que los occidentales hemos enterrado en los últimos veinte años en Afganistán, país, se insiste, colindante con el subcontinente: no llegó a formar parte de la India británica, pero casi), aquello constituyó, dentro de la variedad de clases y colores de los chiringuitos, el más eficaz y, más aún, el más eficiente.

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

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