SOBRE LOS AVENTUREROS Y LA FORTUNA: ACOTACIONES A ESQUILO, MAQUIAVELO Y CASTIGLIONE.
1.- El Diccionario de la RAE ofrece de aventurero varias definiciones. La primera se limita a una remisión al sustantivo de referencia: “(Persona) que ama o que busca la aventura”. La segunda, por el contrario, tiene contenido y no precisamente amable: “(Persona) que se gana la vida o trata de triunfar usando medios desconocidos, ilícitos o poco adecuados”. Individuos, en resumidas cuentas, a los que nada se les pone por delante. Que carecen de escrúpulos. Van a lo suyo (a la suya, que dicen los catalanes), sin que las leyes (ni la moral ni nada) surtan el menor efecto de coartar su sacrosanta libertad. Pero -es la otra cara de la moneda, que el Diccionario no recoge- sucede que, pese a todo (se trata de tipos inevitablemente llamados a verse envueltos en asuntos judiciales -aunque con retraso: si algo que tienen claro es que quien pega primero, pega dos veces– y a acabar protagonizando las noticias de escándalos), saben presentarse de manera que concitan en apoyo popular: son hábiles al pasarse por víctimas, lo cual constituye un indudable mérito. No resulta fácil. Y ellos dan el pego.
Son gente, en efecto, cuya vida es un tobogán: tan pronto disfrutan de las mieles del éxito como entran en la cárcel. Y -lo más curioso de todo y en cierto sentido lo más admirable- es que arrojen la impresión, casi temeraria, como el último de los Duques de Borgoña, de que no les importa. Ese up and down -adrenalina pura- no les produce vértigo y lo han asumido como parte natural de su existencia, o incluso diríase que les sabe a gloria. Lo suyo es el volcán, ya sea para subirse al cráter o para ser arrastrados por la lava. Conocen el riesgo que corren y tarde o temprano lo acaban sufriendo en carne propia, pero diríase que, hechas las sumas y las restas, tienen interiorizado que (si se trata de hacer dinero, que constituye una obsesión que alcanza el grado de lo enfermizo: “de la cárcel se sale, de la pobreza no”) les merece la pena, nunca mejor dicho lo de la pena. Suelen estar en política pero nunca dejan de tener un pie en los negocios y esa doble actividad les resulta inescindible. Son por así decir expertos en saltarse todas las incompatibilidades. En eso consiste su oficio, aunque, eso sí, sepan rodearse de un aurea de mesianismo que les sirve de coraza, al menos psicológica.
A esos especímenes, que resultan estadísticamente infrecuentes, se les suele calificar como personajes novelescos, porque en efecto ha sido en la literatura de ficción donde se han elaborado los perfiles más conocidos, como por ejemplo el Conde de Montecristo, Edmond Dantés, de Alejandro Dumas (padre). Estuvo preso (por la traición de dos amigos) en su juventud. Ese tipo de problemas iniciales suelen resultar insalvables para mucha gente (“mal empieza la semana para el que ahorcan un lunes”), pero para nuestros héroes se trata más bien de un acicate, que tiene el efecto milagroso de que los resucita, como a un Lázaro. Y de hecho toda la vida de Dantés después de escaparse no constituyó sino un esfuerzo para recuperar terreno y acabarse imponiendo.
Pero la realidad es siempre mucho más rica que lo que puede idearse en la mente de los escritores. En la España democrática tenemos dos ejemplares que vienen en seguida a la cabeza, Jordi Pujol (antes, después y en medio de su larga época como Presidente de la Generalitat) y el difunto Jesús Gil, igualmente durante muchos años en un cargo público importante, la Alcaldía de Marbella. En ambos casos la sociedad del lugar ha tendido a perdonarles sus fechorías, poniendo en el balance en primer lugar el correspondiente activo. Pujol se pasea aún hoy por Barcelona entre aplausos (y desde luego sin silbidos, ni tan siquiera de aquellos a los que engañó en Banca Catalana en los años setenta) y las paredes de los restaurantes de la Costa del Sol continúan llenas de fotos del que era conocido con la cariñosa expresión de El Gordo. Las cosas que se oyen en descargo de uno y otro no son sustancialmente distintas de lo que uno escucha en Medellín acerca de Pablo Escobar. Aunque a veces cuesta aceptarlo, ese biotipo humano, se reitera, termina incluso gozando de respetabilidad en su ambiente más cercano.
A Donald Trump o Silvio Berlusconi se les puede probablemente aplicar mucho de lo anterior. Aventureros los hay en todas partes, sin perjuicio de la singularidad de cada uno de ellos y, por supuesto, de la sociedad que los ha visto nacer y en el seno de la cual han florecido, nunca mejor dicho lo de florecer, porque las personas son como las plantas y obedecen a un clima. A Trump no se antoja fácil imaginárselo en otro lugar o en el otro momento y de Berlusconi -el original, porque el de Nueva York es sólo la copia- puede predicarse lo mismo.
No hace falta decir que gente con rasgos de personalidad tan marcados (de los que forma parte, por supuesto, el narcisismo, o sea, la vanidad llevada al extremo: si viven al margen de las leyes es porque sinceramente se sienten por encima de ellas) los hay que han desplegado auténticas proezas. A un Hernán Cortés o a un Francisco Pizarro también les encaja la apelación de aventureros: las conquistas no suelen realizarse con los exquisitos procedimientos (audiencia al interesado, motivación de las decisiones, control judicial escrupuloso…) en que se manifiesta la grandeza que resulta propia del Estado de Derecho. Y otra cosa: para dominar un territorio hay que saber comprar voluntades y para eso hay que haber nacido.
Por supuesto que en la lista también hay mujeres, de quienes la historia, siempre tan machista, suele fijarse sólo en que su vida sexual tuvo más trajín del acostumbrado. Y de hecho se las califica con palabras, como demi-mondaines o cocottes, que no siempre se emplean con la mejor de las intenciones. Apenas habrá que recordar a Mata-Hari (1876-1917: o sea, apenas treinta años), una holandesa guapísima pero que tuvo la mala suerte de verse sorprendida por los franceses cuando espiaba para los alemanes. Mención de honor merece nuestra Carolina Otero, la bella Otero, del pequeño pueblo de Valga (Pontevedra), que, a lo largo de su existencia casi centenaria (1868-1965) mereció los honores de arrimarse a varias testas coronadas, incluyendo el mismísimo Kaiser: también en los Hohenzollern, tan prusianos ellos, anidan flaquezas. Es fama que a ella se dirigían los poderosos rodilla en tierra y con ese llanto tan bonito de “arruíname pero no me abandones”.
Y eso por no hablar de Cléo de Merode (1875-1966), bailarina del Folies Bergéres, que a sus veintipocos años puso a sus pies nada menos que a Leopoldo de Bélgica (sí, el sanguinario dueño de El Congo), que le llevaba cuatro décadas y a quien literalmente domesticó hasta convertirlo en un mindundi: la gente pasó a conocerlo como Cléopoldo. Ella mereció tanto reconocimiento que sobre su tumba del cementerio del Pére Lachaise sigue brillando una preciosa estatua.
Pero ninguna como Liane de Pougy (1869-1950), también estrella del Folies Bergére (y cortesana de altos vuelos, bisexual para ampliar el elenco), que, tras enviudar de un príncipe de Rumanía, tomó los hábitos de la orden Terciaria de las Dominicas y se consagró a la oración. A su fallecimiento en un convento de clausura llevaba el nombre religioso de Ana María de la Penitencia. Una aventurera de antología: después de la acción, la contemplación. No se la imagina uno con la existencia anodina de una proba funcionaria de Diputación Provincial, por poner un ejemplo. A Corinna Larsen se la ve como una mujer de rompe y rasga, pero, en comparación con la Sra. Pougy, casi diríase una colegiala de las más inocentonas: de las que, dicho sea coloquialmente, se cuecen al primer hervor.
2.- A los Reyes, en los países que tienen o han tenido monarquía, se los imagina uno como gente nacida in vitro y educada entre algodones para ese oficio, o sea, sin el roce con las asperezas de la vida, con la consecuencia de que entre ellos no podría encontrarse jamás ninguno de esos aventureros. Pero la historia es tan vasta que en ella, como en botica, hay de todo. Baste pensar en Luis XII de Francia (1462-1515: la época de los Reyes Católicos, para entendernos), inicialmente tan sólo el Duque de Orleáns, también encarcelado -por tres años- en la primera etapa de su existencia. Si acabó llegando al trono fue sólo porque Carlos VIII y Ana de Bretaña no tuvieron descendencia. Es de destacar que la mujer de Luis, la pobre Juana de Francia, resultaba en lo físico poco agraciada y él, una vez en el machito, hizo todo lo posible para quitársela de encima sin el menor disimulo. Aunque eso y otras muchas cosas no le granjearon ninguna pérdida de apoyo sociológico. De hecho, está en la historia como “padre del pueblo” y dinásticamente pudo alcanzar continuidad porque su hija Claudia matrimonió con quien acabaría siendo su sucesor, Francisco I (1494-1547), un Valois. A partir de entonces, la dinastía sería por tanto la de los Valois-Orleans. Desde 1848 (y por supuesto a partir de 1870) están fuera de la Corona de Francia, pero personas con esos apellidos siguen existiendo y se los topa uno en las revistas del corazón impartiendo doctrina. Y ninguno de los cuales, por supuesto, ha abjurado de su antepasado Luis XII. “El padre del pueblo”, se insiste.
3.- De la persona que ha ocupado el trono de España entre 1978 y 2014 pueden predicarse muchos rasgos similares. No nació aquí, sino en el exilio, en Roma, en 1938, cuando además la piel de toro se desangraba en una Guerra civil en la que no quedó títere con cabeza (salvo los ganadores, claro está). Nada hacía presagiar (hasta 1947) que el régimen político resultante, que iba a durar muchísimo, acabaría dando lugar a un retorno al período anterior a 1931 y, al menos antes de 1948, no resultaba imaginable que precisamente él fuese a terminar siendo el coronado (cosa que sucedió en 1975, por cierto con postergación de su padre) y -más complejo aún- que iba a ser superviviente del cambio a un sistema político del todo diferente, hasta llegar a su abdicación en 2014, con 76 años. Entre tanto, y en 1962, estando su estirpe del todo alejada del poder político, se casó con una infanta de un país, Grecia, que a la sazón sí gozaba de los palacios.
Más todavía: en su reinado se dedicó a negocios de toda laya (su “vida privada”, como él la llama ahora) y -lo que lo explica todo- tuvo la enorme habilidad de blindarse informativamente. Incluso hoy, después de haber tenido que salir por piernas el 3 de agosto (como su tatarabuela, Isabel II, “La de los tristes destinos”, en septiembre de 1868), hay quien explica, con ánimo de disculpa o al menos con tono de comprensión, que hay que ponderar el hecho de que en Portugal, en su infancia -como le sucedió al Conde de Montecristo o a Luis XII de Francia: el modelo se repite- el pobre sufrió mucho.
Desde el punto de vista familiar, en efecto, el tipo, cuando le llegue el día de hacer balance de su paso por la tierra, tendrá que aceptar que se ha mostrado la mayor de las calamidades: eliminó a su padre (o, dicho con más precisión, se prestó a hacer el papel de cómplice de Franco, que fue quien lo eliminó); de su vida matrimonial mejor no hablar; y, en cuanto a su descendencia, apenas habrá que recordar que su hijo, el titular desde 2014, tuvo que dar el pasado 15 de marzo un paso que no refleja precisamente el orgullo de una estirpe.
La sociedad española está asistiendo horrorizada este verano (o al menos finge estarlo: ya se sabe que en estos casos hay un punto de hipocresía, como cuando hubo quien se escandalizó al ver escrito en papel las andanzas de los GAL contra ETA, siendo así que todos habían estado al cabo de la calle y además con entusiasmo) al conocimiento de lo que, aunque intuía, no podía terminarse de imaginar: hemos tenido a un aventurero al frente del tinglado -un Jordi Pujol o un Jesús Gil, para seguir con los parangones- durante casi cuarenta años. Algo habremos hecho -todos- rematadamente mal, porque, en efecto, y volviendo a la metáfora de las flores, una persona es inseparable de su contexto: yo soy yo, pero también mi circunstancia, como indicó con acierto el maestro Ortega. Acaba de publicarse en la lengua de Cervantes el ensayo “La paradoja de la historia”, del filósofo italiano Nicola Chiaromonte, que vuelve a recordar que cada uno de nosotros somos muy poca cosa y que es la historia -el destino, como dijo Esquilo hace 2.500 años- quien nos lleva y nos trae. El libro toma como pretexto unas cuantas novelas. La Cartuja de Parma, de Stendhal, en un lugar destacado, para apoyar su tesis. Fabrizio del Dongo participó en la batalla de Waterloo pero en aquel momento ni tan siquiera había caído en la cuenta del acontecimiento, que por supuesto acabaría siendo lo único relevante para la historia.
¿Qué hemos hecho -mal- para que el aventurero (y su fortuna, que también forma parte de la existencia de los poderosos, como bien explicó otro gran pensador, nada menos que Nicolás Maquiavelo) haya podido sentirse tan cómodo durante tantos años y, se insiste, gozando incluso de un indudable prestigio? El pacto de silencio, por supuesto, está en primer puesto. Muchos cortesanos -vamos a emplear por primera vez esa palabra y no precisamente en el sentido elogioso de un Baltasar de Castigione, por ejemplo- se formulan hoy en voz alta, y sin duda bajo el síndrome de estarse creyendo la teoría de la conspiración en su enésima variante, por qué esto se está conociendo precisamente ahora, con un Gobierno en el que ciertamente no todos son entusiastas de la institución. La pregunta correcta sería justo la contraria: por qué esta realidad estuvo oculta durante casi cuarenta años.
La luz del día es el mejor desinfectante, como suele decirse al explicar las ventajas (preventivas) de las leyes de transparencia que se han ido aprobando. Y es que las normas son muy importantes (y las que tenemos hay que mejorarlas mucho, por supuesto). Pero es sólo ni principalmente una cuestión de normas. La institución está en peligro (para España, una verdadera tragedia), porque los enemigos de la patria, que no son pocos, no podían haber soñado encontrarse con una ocasión más propicia para llevársela por delante. Los que estamos por defenderla tendríamos que evitar, al menos, los goles en propia puerta, que, en este tipo de batallas por el relato -en esas estamos-, suelen ser determinantes del resultado final.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz