La Constitución, se suele decir, es la Constitución del consenso. Un consenso no sólo a la hora de su aprobación sino que se manifiesta también en el complejo procedimiento para proceder a su  reforma, en donde hace falta una mayoría reforzada para buena parte de las materias, algunas de las cuales han resistido mal el paso del tiempo. Pero también el consenso es lo que determina el procedimiento para los nombramientos de integrantes de los órganos constitucionales.

En efecto, es común en el texto constitucional exigir mayoría absoluta reforzada para el nombramiento de miembros de los órganos constitucionales. Así ocurre con los miembros del Consejo General del Poder Judicial (3/5, artículo 122), o con los Magistrados del tribunal Constitucional elegidos por el Congreso o el Senado (3/5, artículo 159). Incluso, cuando no está recogido en la Constitución, se ha optado por mayorías equivalentes para el Defensor del Pueblo (artículo 2 de la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo) o en el artículo 30 de  la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas. Fuera de los órganos constitucionales, una previsión similar está recogida en el artículo 11 de la Ley 17/2006, de 5 de junio, de la radio y la televisión de titularidad estatal.  

La loable voluntad de consenso, cuya finalidad es que no fueran órganos copados por el partido mayoritario, pasó a ser un problema.

En efecto, los constituyentes, de forma muy inocente, pensaban que la consecución de estos consensos siempre sería posible y no articularon mecanismos de solución ante los bloqueos, que precisamente sirven para materializarel consenso. Tanto que configuraron consensos en cascada, como en el caso del Tribunal Constitucional, donde el artículo 159.3 ha señalado que la renovación del Gobierno está aparentemente unida a la del Consejo General del Poder Judicial, con lo que la falta de renovación de este último supone que el primero no puede hacerlo. 

Es un problema laberíntico porque no hay una regla supletoria. De hecho no hay posibilidad de crearla. La única solución sería su formulación a través de la figura, bien conocida en el Derecho constitucional alemán, de la mutación constitucional, para garantizar la efectividad de las reglas constitucionales. Pero no parece que sea el momento, en año electoral y con el ambiente político como el que tenemos, aprobar normas en este sentido. De hecho, la única regla que valdría sería la de recurrir a la mayoría absoluta, complementada con el decaimiento del mandato en un determinado momento, tal como ocurre en la Constitución italiana, en donde no hay magistrados en funciones, pero con todas las funciones del cargo.

La realidad muestra que se debiera ir en esa dirección. En los últimos 20 años (desde la elección de Magistrados del Tribunal Constitucional en 2001) no se ha cumplido con los plazos. De hecho, se puede afirmar que el consenso surge cuando uno de los dos partidos mayoritarios, el Partido Popular, quiere. El otro siempre ha estado dispuesto.

Las razones exteriorizadas me resultan trucos de trilero y por ello no hay ni que mencionarlas dado que cambian con el sentido de una veleta. En cambio, las razones ocultas están ahí y como son meras suposiciones (aunque con tintes de certeza) tampoco merece la pena recordarlas.

Pero sí hay que llamar la atención sobre el dato de que la falta de voluntad en sentarse a negociar quiénes reúnen los requisitos para ser miembro del Consejo General del Poder Judicial o Magistrado del Tribunal Constitucional (hay una vacante, la derivada de la renuncia por razones de salud de Alfredo Montoya, que debe cubrir el Senado) o como ocurrió en el pasado con el Defensor del Pueblo, deja a la Constitución sin protección.  

Es por tanto, un problema previo, bastante más importante (por afectar a la norma básica del ordenamiento jurídico y por afectar a las cláusulas del artículo 1.1 del Estado de derecho y del Estado democrático) y, por ello, más complicado de resolver dado que falta la voluntad y no hay consecuencias jurídicas al bloqueo. Porque lo único claro es que resulta inadmisible no poner una solución encima de la mesa o decir no a todo lo que no sea lo mío. Eso también es incumplimiento constitucional.

La única solución prevista en la Constitución para estos casos de bloqueo es la recogida en el artículo 56: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Desde la perspectiva del consenso se suponía que una indicación del Rey bastaría para conseguir la renovación. ¿Servirá ahora?

Una situación de bloqueo en la renovación que dura más de cuatro años exigiría la puesta en marcha de esta función arbitral y moderadora para conseguir que más temprano que tarde se pueda proceder a la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Y, en mi opinión, no vale una insinuación que se extrae de la expresión de la erosión de las instituciones, como hubo en el discurso del 24 de diciembre de 2022, porque el problema es demasiado serio, está enquistado, no se ve una solución a corto plazo y las instituciones básicas de la justicia están funcionando anormalmente.

El constitucionalismo y el patriotismo constitucional tienen un primer punto en el manual: el respeto al funcionamiento de los organismos básicos del Estado. Cuando esto no ocurre, cuando por intereses se hurta la capacidad de decisión y se procrastina en la toma de decisión se está yendo en contra de lo que indica la Constitución. Más allá de la sanción jurídica concreta, que ya se ha visto que por la ingenuidad constitucional, no existe, tiene un nombre. 

Usted, lector, lectora sabe perfectamente cuál es.