Una gran novela. Rotunda, bien ligada, aposentada.
Esa es la sensación después de leer “El último barco”, la última novela de Domingo Villar. De forma sucinta, la historia se podría resumir así: la hija de un afamado cirujano desaparece en circunstancias extrañas, dado que no ha dejado ningún rastro. Las aparentes señales que se han ido quedando en el camino no son más que vericuetos que complican la resolución del caso.
El comisario Caldas es el encargado de analizar el caso en el que se mezcla Portugal, la bahía de Vigo, la Escuela de Artes y Oficios, un joven con dificultades de relación, varios aspirantes a pareja de la desaparecida y un amante de ésta. A ello se añade la presión del padre de la desaparecida, un hombre habituado al mando y la resolución inmediata de su orden y que no entiende, en este caso, el retraso en la resolución del drama familiar. Un drama que, además, le trae los recuerdos de otro, que trajo consecuencias graves en la relación con la hija desaparecida.
La novela es extensa aunque ocupe un periodo temporal escueto, no más de una semana. Extensión que no es sino la expresión de la capacidad del autor para meter al lector en una trama en el que cada aspecto está perfecta y adecuadamente descrito, ya sean sensaciones, olores, sabores, dudas, interrogantes o angustias o incluso los ambientes gallegos que tan bien explica Domingo Villar. Y una novela, en fin, en que la sucesión de hechos, la apertura de propuestas de investigación y su resolución están perfectamente trabados y se suceden con los tempos narrativos adecuados.
Es, en definitiva, un libro para cogerlo y no dejarlo hasta que se averigüe el destino de Mónica, la desaparecida.