La contratación pública está en un momento complicado. El fin último de la contratación (la obtención de un contrato satisfactorio que cumpla con los estándares de calidad como vehículo para la satisfacción del interés general) ha perdido valor por comparación con el peso del Derecho de la competencia, que acaba siendo siendo preponderante. Cuando se habla de contratación pública y competencia, casi me atrevería a señalar que la segunda constituye el valor central de la contratación pública.
No es, únicamente, un problema legal.
Pese a las carencias que tiene la LCSP, ya señaladas en otras ocasiones, es una norma que permite articular un régimen suficiente para la protección de los demás instrumentos de interés general, empezando por la preservación de la calidad. Existen, en definitiva, resortes suficientes para que se articule una contratación sostenible y eficaz.
Que disponga de resortes, no quita para que sea una norma orientada ideológicamente por el Gobierno proponente de la norma y que debiera ser modificada sustancialmente. Es un problema, en mi opinión, derivado de una forma de entender la contratación por parte de ciertos organismos y cuerpos administrativos que reducen la problemática de la norma esencialmente a la aplicación del Derecho de la competencia.
Hay muchas ocasiones en donde ni hay contrato público a los ojos de las Directivas europeas, ni existe mercado público ni se ponderan adecuadamente los principios relativos a la ejecución del contrato, especialmente en relación con los contratos privados, sometidos al Derecho privado. Recientemente, por ejemplo, se ha pronunciado la Junta Consultiva sobre los contratos de servicios jurídicos. Realmente, la valoración entre despachos de similar naturaleza es extraordinariamente compleja y el valor añadido de un determinado despacho sólo se deriva del conocimiento que tenga un integrante… algo que es imposible de ponderar en un pliego y que, sin embargo, sí puede ser conocido por el adjudicador.
Cuando se escoge un consultor en lugar de otro hay un punto de orientación general de su trabajo, que pasa a ser casi un intangible aunque resulte conocido.
El debate sobre los contratos menores, que tantos ríos de tinta ha provocado, puede ser un instrumento de lucha contra la despoblación, en la medida en que fija actividad económica al territorio y, por ello, sirve para la lucha contra la despoblación. Curiosamente, en el campo del contrato menor, la Directiva europea no se mete. Cuestión distinta que haya que revisar que no se esté produciendo una división artificial del objeto del contrato… eso es una ilegalidad y hay que perseguirlo. Sin embargo, se sigue considerando que sólo en casos excepcionales se puede adjudicar directamente, a pesar de que ni siquiera la aplicación de las normas europeas quieren algo así.
Se puede hablar también de lo que ocurre con las relaciones internas dentro de la Administración, en donde ha habido una vocación clara de abrir un mercado con forceps. Discrepo de lo que dispone la Directiva en relación con los medios propios, pero desde luego proporciona un margen mejor para la utilización de estructuras jurídicas que quedan en casa. No se ha traspuesto el régimen de la distribución de competencias, que también hubiera servido para ello, más allá de que se pueda aplicar directamente el planteamiento de la Directiva.
Los ejemplos se podrían multiplicar y no creo que sea cuestión incidir en ellos.
El problema realmente importante es si la competencia es el único criterio que se debe utilizar en relación con la contratación pública. Si cogemos el artículo 1 de la norma vemos que hay tres objetivos que hay que cumplir conjuntamente en todo expediente de contratación: a) Garantizar la libertad de acceso a las licitaciones, publicidad y transparencia de los procedimientos, y no discriminación e igualdad de trato entre los licitadores; b) garantizar los fines públicos que se persiguen con la articulación de un procedimiento de contratación y c) la incorporación de forma transversal de criterios sociales y ambientales. Los tres son necesarios.
De hecho, el primero, el que resulta más relevante desde la perspectiva del Derecho de la competencia (porque los otros dos aspectos aluden a elementos diferentes de protección del interés general) derivan, por ejemplo, de que el contrato sea necesario, esto es que en el ámbito de esa entidad del sector público no haya posibilidad de ejecutar directamente la prestación en el ámbito de la Administración de referencia.
La necesaria flexibilidad en la contratación pública se ha de vincular con el principio de eficacia administrativa. ¿Se piensa por un momento en cuál es el coste de estos procedimientos para la adjudicación de los contratos? ¿Se ha analizado cuál es el impacto para el interés general por el otorgamiento indiscriminado de medidas cautelares durante toda la tramitación del procedimiento, hecho en beneficio de la protección de licitadores y el Derecho de la competencia? ¿Se piensa en cuál es el impacto en actuaciones disruptivas de la Administración por el hecho de tener que publicar todos los pliegos? ¿O se ha analizado el impacto en los secretos empresariales del sector público por la publicación de toda la política de compras? ¿O se ha pensado en el sobrecoste que está pagando la administración porque no se permita una prórroga de un contrato con rebaja de precio aceptada por el contratista? Todos son casos reales.
El Derecho de la competencia, que no es más que un elemento, queda totalmente fortalecida, sin que se alcancen a ver todos las ventajas que comporta esta protección tan reforzada de un aspecto del interés general en detrimento de los demás. Incluso, cuando se habla de competencia, se suele recordar el coste de no cumplir con esas normas. ¿Hay algún estudio sobre el coste que tiene (en medios materiales y humanos y en dinero) el tener que licitar cuando se puede adjudicar directamente?
El segundo y el tercero abordan cuestiones relativas a la integridad y a la introducción de otros elementos de carácter social. Aspectos cuya resolución no es coincidente en todos los casos y que depende de la orientación que tenga el poder adjudicador. Nos tenemos que dar cuenta que la contratación pública no es un valor en sí mismo. Es un instrumento, entre otros muchos, del que dispone el sector público para hacer políticas públicas, introduciendo elementos de protección global del interés general. Una idea que recogió la Junta Consultiva de Aragón desde hace muchos años.
No es suficiente decir que se contrata un servicio de limpieza por el mejor precio, porque eso supone que el Municipio de Madrid está muy sucio y, además, la suciedad territorialmente está distribuida. Si queremos contratar un despacho de abogados no nos podemos quedar en la superficie del precio y no analizar cuál es la composición de género porque puede ocurrir que propongan un equipo únicamente masculino, lo que no es razonable. Eso es hacer micropolítica que a la larga acaba siendo como el efecto del aleteo del vuelo de la mariposa. Los ejemplos se podrían extender al infinito, respetando esa vinculación con el objeto del contrato
Está claro que dentro de los márgenes de la política pública la competencia ha de reservarse. Pero es en este momento, no antes. O dicho de otro modo, no se puede condicionar todo el régimen por la aplicación de la competencia. Hace años, Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, señalaron que la lupa del derecho de la competencia es una lente de aumentos está distorsionando la realidad. Creo que ha llegado el momento de ir al oculista y tomar otra lente que nos permita proporcionar una visión más completa de lo que necesita el interés general con un contrato.