La caída del imperio otomano. Reflexiones a partir del libro Ryan Gingers. Los últimos días del imperio otomano. Galaxia Gutenberg, 2023 

 

Llevan mucha razón los que, como Tomás Pérez Vejo, afirman que las desgracias de España como consecuencia del 98 –no hace falta decir de qué siglo- no resultan privativas nuestras, porque dejar de ser un Imperio es un shock para cualquier sociedad, como lo acredita, por poner un ejemplo muy actual, la Rusia de Putin, que no tiene mejor ocurrencia que lanzarse a invadir al vecino (eso, cuando no se dedican a proteger al hijo de los pasteleros de Amrer en sus delirios). O también, salvadas todas las distancias, Inglaterra, de la que no se sabe si el Brexit del referéndum de 2016 fue la causa de su situación actual o constituye sólo la consecuencia de unos problemasmuy anteriores y que anidan en capas mucho más profundas, y por eso no siempre visibles a la primera, del cuerpo social.

De Turquía puede afirmarse tres cuartos de lo mismo y las declaraciones de Erdogan -muy frecuentes, porque es hombre locuaz-, y más aún su política, lo ponen de relieve: aquella sociedad añora al Imperio Otomano. En página 34 del libro que constituye el objeto de esta glosa se recogen unas palabras suyas que literalmente no tienen desperdicio. “Fue el excelente sistema administrativo de los otomanos lo que durante tanto tiempo garantizó la paz de las tierras ahora compartidas por Israel y la Autoridad Palestina. Estalló la Primera Guerra Mundial y el Estado Otomano se retiró de esas tierras –afirma-. Y a partir de ese momento, esta región empezó a recordarse por la sangre, las lágrimas y la persecución”.

Y en página 306, ya casi al final: “Desde que (Erdogan) decidió intervenir militarmente en la guerra civil Siria en 2016, ha hablado a menudo de los intereses estratégicos de Turquía en tierras que, en otros tiempos gobernaba Estambul (o dentro de lo que llama de forma eufemística fronteras espirituales del país)”.

Estamos, en suma, ante un ex Imperio, que acusa las maneras –las ínfulas, si se quiere- que son propias de ese espécimen. Con respecto a Rusia ha hablado hace poco Mira Milosevic que se trata de un zombi –o sea, una suerte de muerto vivo, casi como gato de Schroedinger– y el calificativo podría generalizarse.

Eso es lo primero a resaltar, para luego –siempre antes de meterse en las profundidades del libro- plantearse la pregunta, una vez que el tal imperio ha terminado su ciclo, si la causa de su muerte ha sido exógena  e inmediata (la invasión del Imperio Romano por los bárbaros en 476 o la toma de Constantinopla por los otomanos en 1453, en uno de los que Stefan Zweig calificó de momentos estelares, o la batalla de Santiago de Cuba el 3 de julio de 1898) o si, por el contrario, se trata de un proceso de longe durée y aunque los fenómenos detonan de un día para otro, sus razones son mucho más remotas y tienen que ver sobre todo con lo que en términos futbolísticos llamaríamos goles en propia puerta. Edward Gibbon, hablando precisamente de los romanos, explicó que la visión correcta era esta última y ahora, acerca de los otomanos, es la hipótesis a la que precisamente este libro se apunta. De hecho, la derrota militar de 1918 no tuvo efectos inmediatos: el sultanato sobrevivió hasta 2022 y las fronteras de la (nueva) Turquía sólo se trazaron, con el Tratado de Lausanne, en julio de 2023.

En efecto, de estos últimos acontecimientos –la puntilla, por así llamarles- puede decirse que hacía muchos años que se veían venir. Ahora, un siglo largo más tarde, el historiador puede ver la película completa, que, en apretada síntesis, puede explicarse mediante una sucesión de hechos entre los que están los siguientes:

– El armisticio de Mudros, firmado en la isla de Lemnos el 30 de octubre de 1918: los otomanos reconocieron su derrota en la Gran Guerra.

– La ocupación de Esmirna por los griegos: de 15 de mayo de 1919 a 9 de septiembre de 1922. Una ciudad por cierto muy singular: el heleno más importante del siglo XX, Onassis, habría nacido precisamente allí en 1906.

– La ocupación de Constantinopla por los Aliados: de 12 de noviembre de 1919 a 4 de octubre de 1923.

– La declaración formal de la abolición del sultanato por la Gran Asamblea Nacional Turca: 1 de noviembre de 1922. El libro le dedica las páginas 291 a 293.

– El Tratado de Sévres, que nunca llegó a entrar en vigor: 10 de agosto de 1920.

– El de Lausanne, mucho menos desfavorable para los turcos (entre otras cosas, porque no se reconoció al Estado Kurdo): 24 de junio de 1923. De ahí salen las fronteras que, en esencia, y salvo Israel, que tardaría en nacer hasta 1947/48, siguen siendo las actuales.

– La proclamación de la República de Turquía con capital en Ankara, por el Movimiento Nacional turco de Mustafá Kemal, con privación al emperador del otro título que poseía, el de Califa: 29 de septiembre de 1923.

Y, ya en el plano de lo que hoy llamamos el relato, el discurso del propio Kemal de 1927, que viene a sentar la que hasta ahora ha sido la ideología oficial: la aplicación a la Sublime Puerta de un veredicto de condena, al modo de lo que en España han representado  las leyes de memoria histórica de 2007 y de memoria democrática de 2022. Justo lo que ahora está revisando Erdogán con su redención del sultanato.

En el libro se analizan de manera minuciosa -concienzuda, incluso- cada uno de esos estadios, entendidos en buena parte como resultado de la gestión, desde 1908, del Gobierno de los Jóvenes Turcos (Comité de Unión y Progreso, CUP), con los tres Pachás -en turco, General- que fueron protagonistas de la época: Enver, Talet y Camal. Incluyendo todos los episodios que son conocidos, como el genocidio armenio o el triunfo de Galípoli en la Tracia Occidental, el pedazo europeo que Turquía pudo, pese a todo, terminar manteniendo.

La lectura del libro deja la reflexión de siempre sobre los Imperios: aunque la institución arrastra una pésima fama (una “cárcel de pueblos” o poco menos) lo cierto es que, aunque sólo sea por su mayor extensión, ese tipo de formas políticas siempre son multiétnicas, multirraciales y metalingüísticas. Aun sin faltar conflictos y tensiones, como la guerra con los safávidas de 1623-1639 o la llamada otomano-wahabi, o saudí, de 1818-1818. Pero cada valiato (así se llamaban las provincias o circunscripciones: en el actual Irak, por ejemplo, eran tres, el de Mosul, el de Bagdad y el de Basora) era, por así decir, de su padre y de su madre: gozaba de tanta autonomía como, por ejemplo, los Virreinatos americanos con la Monarquía hispánica. No se les ocurre nada parecido a poner en marcha las políticas de asimilación, homogeneización o Gleichschaltung que sí caracterizan, desde Westfalia o incluso Augsburgo –cuius regio, eius religio, a los Estados nacionales y que la Turquía republicana sí ha desplegado desde mucho antes de Erdogan. El discurso es conocido y los Catorce puntos de Wilson en Versalles se basaba en él: una religión, una lengua y una etnia, como tres factores interactivos y que terminan dando lugar a un pack irrompible. Con un enemigo exterior perverso   -los griegos, los serbios y los búlgaros: en una palabra, los cristianos ortodoxos- del que son agentes -o sea, doblemente pérfidos- aquellos habitantes de dentro que no se pliegan a los mandatos de uniformidad, con los armenios en lugar destacado. Y siempre sabiendo que de los sentimientos que se tienen frente a ese enemigo exterior (por lo común, más rico) forma parte también la envidia. El cocktail es muy conocido.

Del Imperio Otomano hay que decir -y el libro lo recoge- que su desmembramiento, o, dicho en términos de un matarife, su despiece –la palabra correcta des partición-, había empezado mucho antes: en 1821 se inició la guerra de independencia de Grecia, los gobernantes de Egipto consiguieron la autonomía en 1840, en 1878 tuvo lugar la guerra con Rusia -el protector histórico de esos cristianos ortodoxos-, en 1912 se renunció a Libia en favor de Italia y en 1913 vino la derrota de los Balcanes. El libro menciona todos esos hechos y por eso, si acaso hay que reprocharle algo, sería lo impropio de su título, Los últimos días del Imperio otomano. Más bien pudiera haberse hablado, parafraseando al citado Gibbon, de algo así como “Historia de la decadencia y caída del Imperio otomano”. Pero es poner pegas por poner: se trata de un librazo y  con su lectura se aprende mucho. Todo lo referido al pasado de Oriente Medio es algo que nunca deja de ser actual.

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz