La Universidad pública madrileña está desarrollando unas jornadas de huelga. El desencadenante ha sido la alteración unilateral de las condiciones del complemento retributivo, pactadas entre la Comunidad de Madrid, las universidades madrileñas y los sindicatos en el año 2000. No es un hecho aislado, sino que ha sido la última manifestación del desencuentro que se está produciendo desde la llegada de Esperanza Aguirre al Gobierno regional.

Éste no es, como se ha querido plantear por el Gobierno madrileño, un conflicto de universidades gobernadas por equipos progresistas contra un Gobierno autónomo conservador. Desde la Conferencia de Rectores de las Universidades de la Comunidad de Madrid se están recordando diariamente todos los problemas que tenemos y que suelen ser comunes en todas ellas, con diferencias sólo de grado. Y todas no están gobernadas por rectores del mismo color político, pero todos están sufriendo el mismo maltrato por el Ejecutivo madrileño.

Desde la Comunidad no se aborda una inversión suficiente en infraestructuras para atender a todas las necesidades que tenemos, que afectan tanto a la construcción y acondicionamiento de los nuevos edificios como a la rehabilitación de edificios antiguos. No basta con decir, como hace la directora general de Universidades de la Comunidad de Madrid, Clara Eugenia Núñez, que se ha ampliado la cuantía, porque las dificultades distan mucho de estar cubiertas. Cuando se plantean las necesidades de financiación de las obras iniciadas y para afrontar lo imprescindible en reparación, mantenimiento y seguridad, nos hemos encontrado con la callada por respuesta. Es el resultado de una mala política en los últimos años del anterior Gobierno del Partido Popular, pero la solución es la continuación de la misma.

La solución que se ha oído y que se ha publicado en los medios ha sido que alguna se dedique al urbanismo. Frente a eso, que resulta intolerable si se quiere defender a la Universidad pública, sólo se reclama una respuesta pública que cambie las exiguas cuantías actuales por las necesarias. Por supuesto, nada de nuevas obras imprescindibles ni de rehabilitación de edificios que estén en malas condiciones o que requieran adaptación. Se supone que para la excelencia que se dice que se busca no hacen falta instalaciones.

En el planteamiento de la actividad universitaria, el Gobierno de la Comunidad está de espaldas a lo que se avecina con la implantación del espacio europeo de educación superior. Cuando se cambie el modo educativo y la clase magistral se haya de complementar con enseñanza personalizada, a través de tutorías, será exigible profesorado preparado a las nuevas condiciones y en un número mayor al que tenemos en la actualidad. Frente a comunidades como Cataluña, que han aprobado incluso un plan piloto, en Madrid no se ha hecho nada.

En este sentido, la ausencia de política para adaptar la Universidad madrileña al espacio europeo de educación superior sólo se podrá paliar con una sobrecarga de trabajo sobre el profesorado, que, además, le impedirá cumplir las obligaciones legales. Se supone que lo que se pretende es que el profesorado abandone su función investigadora y que se dedique en exclusiva a la actividad docente. Idea que, por cierto, estaba ya en el borrador de real decreto del anterior equipo del PP.

De hecho, en esta materia no hay, por parte de la Comunidad de Madrid una política global que determine necesidades y ofrezca soluciones. Su único rumbo es la reducción de costes, tanto mediante la minoración del profesorado como de las cuantías que se perciben. Debe ser considerado algo parecido a una misión histórica.

La situación del profesorado depende, eso es cierto, en buena medida del Estado, y se supone que en un futuro próximo se iniciará un proceso para modificar sus condiciones económicas. Pero frente al acuerdo al que he hecho referencia con anterioridad -que incluye, dicho sea entre paréntesis, cuantías inferiores a las de otras comunidades autónomas-, este Gobierno autónomo limita la cuantía por universidad, con lo que deja de ser individualizado; no valora los méritos del último año, sino que remite en un tercio a obtenidos en años anteriores. A ello se añade que todo el profesorado contratado, el que se encuentra en peores condiciones, pierde, de entrada, un tercio de las cuantías que percibía durante los años anteriores. Y todo ello realizado de forma unilateral, sin abrir la mesa de negociación, sin recurrir a los procedimientos de alteración de los acuerdos de las condiciones del profesorado.

En materia retributiva, el profesorado universitario, en el marco que le proporciona la LOU, sólo quiere su equiparación a las del resto del funcionariado de la Comunidad de Madrid. Los estudios comparativos que se han hecho demuestran que hay un notable agravio frente al resto de personal funcionario, a pesar de la alta cualificación que posee y que la Comunidad no reconoce.

Las condiciones del alumnado tampoco son las mejores. No hay una política para la mejora de sus condiciones presentes o futuras. Así, entre otras, se han reducido sustancialmente las cantidades para los programas de becas en el extranjero y se han alterado las condiciones de las becas generales de estudio. Son dos ejemplos entre otros. El “derecho a la ignorancia”, del que la presidenta Aguirre también ha hecho bandera de su política educativa, no es ni éticamente tolerable ni constitucionalmente admisible.

Todas estas cuestiones y otras complementarias no son sino ejemplos del desencuentro. Desencuentro que se manifiesta en un hostigamiento hacia la actividad de los rectores, acusados de malos gestores. Es un prejuicio afirmar que todos lo sean, y, además, no poner ningún argumento encima de la mesa más allá del déficit, provocado por una exigua financiación para hacer una Universidad a la altura de lo exigible en el siglo XXI. Además, demuestra el desconocimiento por parte del Gobierno de Aguirre de lo mucho que se ha avanzado con el exiguo presupuesto del que se dispone, muy inferior al de las universidades europeas.

Con todo ello, no se está sino atentando contra la autonomía universitaria, constitucionalmente reconocida. La autonomía requiere presupuestos suficientes para el cumplimiento de las funciones, lo que la Comunidad está lejos de satisfacer. Requiere, además, que exista diálogo y negociación en los asuntos que sean de interés universitario, no practicar el monólogo como mecanismo de actuación. Requiere respeto hacia unos rectores elegidos democráticamente por la comunidad universitaria. Además, con la política que está siguiendo la Comunidad se está poniendo de espaldas a la sociedad, que, como demuestran los estudios, pone a la Universidad como la institución mejor valorada.

Este artículo fue publicado en EL PAIS el 14 de junio de 2004