Marbury v. Madison (1803) 5 US (1 Cranch) 137
Votada el 24 de febrero de 1803 por cuatro votos contra ninguno.
Ponente: Chief Justice John Marshall.
Votaron a favor los jueces Washington, Paterson y Chase (los jueces Cushing y Moore no participaron).
El texto que se presenta es el que se publicó en Sentencias Básicas del Tribunal Supremo de los Estados Unidos; publicado con Miguel Beltrán de Felipe; y editado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (1ª Edición 2005, 2ª Edición, 2006)
Presentación de la sentencia
Sin duda, Marbury es la sentencia más citada del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Y según algunos (por ejemplo, García de Enterría), la más famosa y la más importante de toda la historia. Muchos hemos leído la frase más citada del Chief Justice Marshall, aquella conforme a la cual la obligación de los jueces es «to say what the law is», determinar qué es el Derecho.
La llegada de John Marshall al Tribunal Supremo había sido muy azarosa. Según él mismo relató en 1827 en una carta al juez Story, su colega en el Tribunal Supremo[1], era una persona con relativamente pocos estudios, ni generales ni jurídicos. Nacido en 1755, era el mayor de quince hermanos. Su formación era esencialmente militar, y sólo en 1779, una vez abandonado el ejército, recibió algunos rudimentos de Derecho en la Universidad William and Mary. Después se dedicó al ejercicio profesional (defendiendo, entre otros, a ciudadanos a quienes los ingleses reclamaban deudas previas a la guerra de independencia). También a la política, en el bando federalista. Fue parlamentario en la Asamblea de Virginia, donde se ganó una gran fama, hasta el punto de que se le ofreció ser Attorney General con el Presidente Washington y juez del Tribunal Supremo (rechazando ambos puestos a finales de la década de 1790). En 1799 resultó elegido miembro de la Cámara de Representantes, pero en seguida dio el gran paso a la política gubernamental, aceptando en 1800 el ofrecimiento del Presidente Adams de ser Secretario de Estado. Sin embargo, su partido, los federalistas de Adams y Hamilton, perdió las elecciones de 1800, y en los últimos días del mandato de Adams, siendo ya éste Presidente en funciones, fue designado Chief Justice. Marshall era primo lejano de uno de sus principales rivales políticos, el republicano y Presidente del país de 1801 a 1808 Thomas Jefferson, vencedor de aquellas elecciones de 1800.
Su nombramiento fue realmente una carambola: el Chief Justice Ellsworth enfermó súbitamente y renunció en diciembre de 1800. El Presidente Adams le ofreció el cargo a John Jay, que ya había sido juez del Tribunal Supremo entre 1789 y 1795. Pese a ser confirmado por el Senado, Jay no llegó a tomar posesión, retirándose de la vida pública[2]. En el ínterin los republicanos de Jefferson ganaron las elecciones, y Adams, ya en funciones, se apresuró a nombrar a unas cinco decenas de jueces partidarios suyos (los llamados «jueces de medianoche», por haber ser nombrados con tanta precipitación). Mediante la Judiciary Act aprobada el 13 de febrero de 1801 (cuando los republicanos o jeffersonianos ya habían ganado las elecciones y Jefferson aún no había tomado posesión) los federalistas habían creado los Tribunales de Circuito y otros órganos jurisdiccionales, y los puestos fueron inmediatamente cubiertos con partidarios del cesante Adams[3]. Estaba vacante el cargo de Chief Justice. Cuando todos daban por nombrado a William Paterson, que ya era juez del Tribunal Supremo, el Presidente Adams lo descartó (su partido estaba muy dividido entre sus fieles y los seguidores de Hamilton, como era Paterson). Así que nombró a Marshall, su Secretario de Estado. Fue la última medida que adoptó (lo hizo prácticamente el día antes de dejar la presidencia: nombró a Marshall el día 20 de enero, el Senado le votó el 27 de enero, juró su cargo el 4 de febrero y el 4 de marzo se hizo cargo del Gobierno el Presidente electo Thomas Jefferson).
El litigio planteado ante el Tribunal Supremo era el siguiente: antes de las elecciones de 1800, en donde se produjo la derrota del Partido Federalista, dando paso al Partido Republicano, y anticipando su derrota electoral, los federalistas pretendieron minimizar las consecuencias de perder el poder. Así, muy a última hora nombraron a algunos jueces que les permitan controlar el poder judicial (los ya mencionados jueces de medianoche). En los últimos días de la Administración del Presidente Adams se nombró, entre otros, a William Marbury, banquero y gran terrateniente, como Juez de Paz del Distrito de Columbia, y su nominación fue confirmada por el Senado. También se nombró a otras personas (Dennis Ramsay, Robert Townsend Hooe y William Harper) que luego pleitearían con él. No obstante, se produjo un error o un descuido en la notificación de los nombramientos, y a algunos de los nuevos jueces la Administración que les nombró, antes de dejar el poder, no les expidió su credencial. De modo que, ya bajo la Presidencia de Jefferson, Marbury y los demás que no lo recibieron exigieron al nuevo Secretario de Estado Madison que les entregase los nombramientos. Este hizo caso omiso, y ante ello Marbury recurrió directamente al Tribunal Supremo, reclamándole que ordene a Madison expedir los nombramientos (mediante un writ of mandamus, o sea, un mandamiento u orden de hacer). El pleito era importante, por la significación política de los participantes: se enfrentaban el Secretario de Estado, el antiguo Secretario de Estado (ahora Chief Justice), y además el abogado de Marbury y de los otros tres era Charles Lee, Attorney General bajo los Gobiernos de Washington y de Adams.
Así que ante el asunto Marbury, la posición del Chief Justice Marshall era peculiar: pariente lejano del nuevo Presidente, él mismo había sido prácticamente un «juez de medianoche», era partidario declarado de los federalistas (fue, como hemos visto, Secretario de Estado), e incluso es muy posible que un descuido suyo o de su personal fuese la causa de que, en la precipitación de los últimos días del Gobierno federalista de Adams, no se expidiese el nombramiento al Sr. Marbury. Hoy probablemente se diría que estaría «contaminado» y se le obligaría a abstenerse.
El Tribunal Supremo dijo que Marbury tenía derecho a su nombramiento y que el Secretario de Estado Madison no se lo podía negar (Madison no contestó al oficio mediante el que el Tribunal Supremo le pedía que explicase por qué no había expedido el documento, igual que no había contestado antes a la reclamación de Marbury para que le expidiese el nombramiento). Dos eran a priori las posibilidades: o denegar la petición de Marbury o estimar el recurso, ordenando al Secretario de Estado que expidiese el nombramiento. Las dos soluciones eran arriesgadas: la primera habría dado a entender que el Tribunal Supremo actuaba con miedo, y habría socavado el prestigio del Tribunal Supremo (y acaso de la joven democracia norteamericana, pues en la práctica equivalía a permitir a los nuevos gobernantes incumplir obligaciones contraídas por los anteriores), y la segunda era muy arriesgada y de muy difícil ejecución, pues el nuevo Gobierno había dado a entender que no se sentía vinculado por unos nombramientos que consideraba ilegales, y además el Tribunal carecía de medios coercitivos o de ejecución propios. Al Tribunal Supremo, compuesto por jueces abiertamente federalistas, le hubiese costado mucho esfuerzo obligar a cumplir la sentencia a un Gobierno de signo político contrario.
Sin embargo, «el sentido del Estado»[4] de Marshall, le hizo adoptar por una tercera solución, saliéndose por la tangente. A su juicio, se trataba de saber si el Tribunal Supremo era o no competente para expedir el writ of mandamus. Y es que la ley que lo regulaba (Judiciary Act de 1789), a juicio de Marshall, no encajaba con el segundo párrafo de la sección 2.ª del artículo III de la Constitución, que distinguía, en cuanto a competencias del Tribunal Supremo, entre jurisdicción originaria o de primera instancia y jurisdicción de apelación. El Tribunal Supremo sentenció que la Judiciary Act era contraria a la Constitución, por vulnerar el ámbito de competencias que ésta le atribuía. Entonces se planteó qué consecuencia había que extraer de ello: si seguir la ley o seguir la Constitución. Como es sabido, siguió la Constitución, declarando la nulidad de la ley.
En cuanto a los efectos prácticos de la sentencia, fueron muy pocos (al Señor Marbury se le denegó lo que pedía, pues no se condenó a Madison a expedirle el nombramiento). Y la solución al complejo asunto político (en que recordemos que Marshall se había visto implicado) se dio mediante la no intervención[5]. El caso es que en 1803 el Chief Justice Marshall fue ponente de una sentencia que ha pasado a la historia por diversos aspectos, pero sobre todo por instaurar el control de constitucionalidad de las leyes. Efectivamente, la sentencia Marbury v. Madison es esencial en la historia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, y en la historia del constitucionalismo, porque declara en términos rotundos -tanto que apenas han sido puestos en duda hasta ahora- la prevalencia de la Constitución, y sobre todo porque estableció el poder del Tribunal Supremo para controlar la constitucionalidad de las leyes, decretando la nulidad de aquellas disposiciones que contravinieran la norma fundamental. Para ser más exactos, lo que Marshall hace no es configurar el principio, sino recordar que la Constitución «confirma y refuerza» dicho planteamiento.
La sentencia causó en seguida gran impacto, y no gustó a los republicanos. Algunos de los jueces alineados con el Presidente Jefferson emprendieron polémicas en público contra Marshall (incluso se atacó directamente a algunos jueces federalistas: en el verano de 1803 algunos parlamentarios intentaron promover un impeachment contra el juez del Tribunal Supremo Samuel Chase). Sin embargo, no era la primera vez que el Tribunal Supremo anulaba una ley por contraria a la Constitución federal: entre 1787 y 1803 lo había hecho con una veintena de leyes, pero se trataba de leyes estatales. Marbury fue la primera ocasión en que una ley federal fue declarada inconstitucional.
La resolución es, asimismo, relevante en cuanto afecta al control judicial de las Administraciones públicas. Por un lado, por el reconocimiento expreso que hace de la categoría de los actos políticos y, por otra parte, por la aparente restricción de los poderes del juez en relación con los actos de naturaleza discrecional[6].
Los alumnos de las Facultades de Derecho norteamericanas (en particular al aproximarse al Derecho constitucional) suelen comenzar estudiando y comentando la sentencia Marbury.
Traducción de la sentencia Marbury v. Madison (1803)[7]
Partiendo de las alegaciones depositadas y leídas en la secretaría en el último periodo hábil, este Tribunal dirigió un oficio al Sr. Secretario de Estado, invitándole a explicar por qué no le fue enviado al Sr. William Marbury su nombramiento como Juez de Paz del condado de Washington, en el Distrito de Columbia.
No se recibió ninguna explicación, de modo que ahora el recurrente nos pide que emitamos un mandamiento[8] para que se obligue al Secretario de Estado a entregarle el nombramiento. Las peculiaridades del caso, la novedad de alguna de las circunstancias y las dificultades reales que entraña requieren una exposición completa de los principios que sustentan la solución a la que ha llegado este Tribunal.
A juicio de este Tribunal, las cuestiones que deben ser analizadas y decididas son las siguientes:
1.º ¿Tiene el demandante derecho a que se le expida el nombramiento que reclama?
2.º Si fuera así, y ese derecho hubiese sido menoscabado, ¿las leyes de este país le reconocen una vía o recurso para obtener satisfacción?
3.º Si así fuera, ¿esta vía de recurso prevé la posibilidad de que este Tribunal ordene un mandamiento?
Por tanto, la primera cuestión a resolver es la siguiente:
1. ¿Tiene el recurrente derecho al nombramiento que reclama?
Su derecho se origina en una ley del congreso aprobada en febrero de 1801 relativa al Distrito de Columbia.
Después de haber dividido el distrito en dos condados, el artículo 11 de esta ley dispone que «serán nombrados por el Presidente de los Estados Unidos en función de las necesidades en cada vino de dichos condados personas de buena moralidad para ejercer las funciones de juez de paz por un periodo de cinco años».
Consta en actuaciones que, de acuerdo con esta ley, el nombramiento de William Marbury como Juez de Paz para el condado de Washington fue firmado por John Adams, entonces Presidente de los Estados Unidos. No obstante, el nombramiento jamás llego a su destinatario.
Para determinar si esta persona tiene derecho a recibir este nombramiento, resulta necesario preguntarnos si fue efectivamente designado para el cargo. Si así hubiera sido, el ordenamiento le confiere el derecho a continuar en sus funciones durante un periodo de cinco años, y estaría en disposición de exigir que se le entregasen los documentos que probarían su título para desempeñar las referidas funciones, que de este modo se transformarían en su propiedad.
La sección 2.ª del artículo II de la Constitución dispone que «el Presidente tendrá el poder, previa consulta y consentimiento del Senado, de designar embajadores, otros ministros públicos y los consejeros y otras autoridades públicas cuyos nombramientos no se prevean de otra forma».
El apartado tercero prevé que «nombrará a todos los funcionarios de los Estados Unidos».
Una ley del Congreso otorga al Secretario de Estado la competencia para custodiar el sello oficial de los Estados Unidos y le ordena «administrarlo, guardarlo y estamparlo sobre todos los nombramientos civiles de los agentes y funcionarios de los Estados Unidos, que serán designados por el Presidente por y con el consentimiento del Senado, o sólo por el Presidente; bajo reserva de que en ningún caso se pondrá el referido sello antes de que el nombramiento haya sido firmado por el Presidente de los Estados Unidos».
Estas son las cláusulas de la Constitución y de las leyes de los Estados Unidos que afectan a este primer aspecto del caso. Implican tres cosas:
1.º Proposición, que es un acto que corresponde al Presidente y que es totalmente personal.
2.º Designación, que es de igual manera un acto voluntario del Presidente, a pesar de que sólo puede ser realizado con el visto bueno del Senado.
3.º Nombramiento, pues entregar el acta de nombramiento, proporcionándosela a la persona nombrada, se podría considerar como un deber impuesto por la Constitución.
Los actos de designación de un cargo público, y el nombramiento efectivo de la persona designada, pueden ser considerados como uno y el mismo, teniendo presente que el poder de ejercer ambos está otorgado en dos artículos distintos y separados de la Constitución. La distinción entre la designación y el nombramiento efectivo aparecerá con mayor claridad si reparamos en que la sección 2.ª del artículo II de la Constitución «autoriza al Congreso, por ley, a atribuir al Presidente, a los Tribunales de Justicia o a los jefes de los Departamentos ministeriales un poder discrecional de designación de las autoridades inferiores de los Estados Unidos»; con lo que el Presidente se vería obligado a expedir su acta de nombramiento a un funcionario que ha sido designado por un Tribunal de Justicia o por el jefe de un departamento ministerial. En tal hipótesis, el hecho de proporcionar su acta de nombramiento al funcionario designado sería diferente del acto de designación y parecería dudoso que pudiera ser rechazado.
Aunque la disposición constitucional que atribuye al Presidente el poder de nombrar a todos los funcionarios y agentes de los Estados Unidos pudiera ser interpretada en el sentido de que sólo se aplique a los designados por él, resulta complicado negarle toda aplicación en los supuestos en los que han sido designados por otras instancias. Por consiguiente, la distinción constitucional entre la designación de una autoridad y el efectivo nombramiento del que fue designado debe ser abandonada, de forma que el Presidente está obligado a nombrar a personas con independencia de su voluntad.
De esta distinción deriva también que si la designación tuviera que ser acreditada probando que el designado realiza de hecho funciones propias de su cargo, incluso no coincidentes con las previstas en el acta de nombramiento, el ejercicio de tales funciones equivaldría al nombramiento. Y si el nombramiento no fuese revocable automáticamente por el Presidente, ello bastaría para otorgar al funcionario derecho a que se le expidiese el acta de nombramiento (o para otorgarle derecho a continuar desempeñando su cargo sin dicha acta).
Estas consideraciones tienen la única finalidad de hacer comprender mejor las cuestiones que plantea este caso.
Estamos en presencia de una designación del Presidente previo visto bueno del Senado, y que no puede ser acreditada mediante ningún otro documento. En este caso, por ello, designación y acta de nombramiento aparecen como inseparables, siendo imposible demostrar una designación si no es mediante el acta de nombramiento, aunque el acta de nombramiento no sea la designación en sí misma, sino sólo el medio mediante el cual esta se exterioriza y acredita.
Pero, ¿a partir de qué momento podemos decir que el acta de nombramiento es la prueba inequívoca de la designación?
La respuesta a esta pregunta es obvia. Teniendo en cuenta que se trata de un acto exclusivo del Presidente, sólo podemos decir que el acta de nombramiento es la prueba inequívoca de la designación cuando se pueda acreditar que se han llevado a cabo todos los actos de trámite necesarios para su perfección.
Incluso si el acta de nombramiento en lugar de ser la prueba del nombramiento fuera contemplada como el nombramiento mismo, no podría ser emitida hasta el momento en que el Presidente efectúa el último acto de trámite del procedimiento o, cuando menos, cuando la tarea encomendada al funcionario haya sido cumplida.
El último acto que debe ser realizado por el Presidente es la firma del acta de nombramiento. En ese momento ya se ha producido el visto bueno del Senado. El tiempo para realizar las deliberaciones ha transcurrido ya, y se ha tomado una decisión. La designación ha sido confirmada por el Senado, y el funcionario queda nombrado. El nombramiento se manifiesta en un acto público e inequívoco y, siendo el último acto requerido de la persona encargado de efectuarlo, debemos rechazar la idea de que todavía no se ha cumplido el procedimiento necesario o de que el trámite está incompleto.
Cuando se trata de un funcionario no revocable discrecionalmente, es necesario fijar una fecha a partir de la cual cesan los poderes que sobre él tiene el Gobierno o la autoridad que le nombró. Este momento se produce cuando se ejerce el poder constitucional de nombramiento. Y este poder se verifica en la práctica cuando la persona competente ha llevado a cabo el último acto legal mente previsto. Este último acto es la firma del acta de nombramiento. Esta idea parece ser la que prevaleció cuando el Congreso aprobó la norma y convirtió el Departamento de Asuntos Exteriores en Departamento de Estado. Dicha ley recoge que el Secretario de Estado custodiará el sello oficial de los Estados Unidos «y lo administrará, registrará y lo estampará sobre todos los nombramientos civiles de los agentes y funcionarios nombrados por el Presidente de los Estados Unidos»; «Dicho sello no podrá ser estampado en ningún nombramiento antes de que el mismo haya sido firmado por el Presidente de los Estados Unidos, ni tampoco sobre ningún otro instrumento o acta sin la garantía holográfica presidencial prevista a este fin».
La firma es la garantía para poner el sello que acredita el nombramiento, y el sello sólo puede estamparse en un instrumento o acta cuando el documento esté completo. Sirve, a través de un acto que se supone notorio, para verificar la autenticidad de la firma presidencial.
El sello no debe estamparse hasta que el nombramiento esté firmado, ya que la firma que da validez y efecto al nombramiento es la prueba final de que el nombramiento ha sido realizado.
Una vez que se ha producido la designación, surge una obligación para el Secretario de Estado, recogida en la norma, y que no depende del deseo del Presidente. Tiene que estampar el sello de los Estados Unidos en el acta de nombramiento y registrarla.
Se trata de un procedimiento que no puede alterarse u omitirse, en el caso de que el Gobierno piense que se deba nombrar a otra persona. Es pues un procedimiento totalmente reglado en la ley y debe ser cuidadosamente cumplido. Es la obligación del Secretario de Estado cumplir la ley, ya que en este caso es un funcionario de los Estados Unidos que debe obedecer las leyes. Actúa, según ha quedado demostrado en el procedimiento, bajo la autoridad de la ley y no bajo instrucciones del Presidente. Es un acto administrativo predeterminado por la ley, respecto de una persona concreta y para una finalidad específica.
Incluso si aceptásemos que la solemnidad del acto de sellado del acta es necesaria no sólo para la validez del nombramiento efectivo sino también para perfeccionar jurídicamente la designación, de ello se deduciría que cuando el documento está sellado la designación se ha producido ya y el nombramiento es válido. No se exige otra solemnidad por la norma, ni el Gobierno viene obligado a ninguna otra actividad. Todo lo que el Gobierno debía hacer para investir a la persona con el cargo está ya hecho.
Después de haber buscado ansiosamente algún principio que permita sustentar una posición diferente, no hemos encontrado ninguno
Todos aquellos argumentos que la imaginación del Tribunal podía sugerir han sido muy debatidos, y después de haber sopesado la relevancia que realmente tienen, no parece que puedan rebatir la posición a la que hemos llegado.
Así, se ha conjeturado que el acta de nombramiento podría asimilarse a un acto notarial para cuya validez resultaría imprescindible la entrega al destinatario.
Esta idea parte de que el acta de nombramiento no es tan sólo una prueba de la designación, sino que sería la designación misma, lo cual resulta más que dudoso. Pero a fin de poder examinar esta objeción adecuadamente, partamos de que semejante presupuesto es correcto.
La Constitución prevé que la designación la realice el Presidente personalmente, lo que conduce a que si el acto que materializa la designación tuviera efectos constitutivos también debiera ser realizado por el Presidente. No es necesario que el acta de nombramiento sea comunicada o entregada al destinatario de la misma: nunca se ha hecho así. La ley contempla que sea remitida al Secretario de Estado, en la medida en que le ordena estampar el sello en acta una vez que el Presidente la ha firmado. Si por consiguiente la entrega del acta fuera necesaria para la validez del nombramiento, puede considerarse que tal entrega se produjo en el momento en que se remitió al Secretario para que sellara el acta, la registrara y la remitiera a las partes.
Según es la regla en materia de documentos oficiales, ciertas solemnidades son requeridas por la ley, que acreditan la validez del instrumento. Entre estas solemnidades no está la notificación al destinatario. En los casos de nombramientos de funcionarios, la firma autógrafa del Presidente y el sello de los Estados Unidos son tales solemnidades. De manera que la objeción de la falta de notificación no puede prosperar.
También nos hemos planteado como posible y legalmente obligado que la notificación del nombramiento y la aceptación del mismo puedan ser considerados necesarios para perfeccionar el derecho del recurrente.
La notificación del acta de nombramiento es una práctica regida por las costumbres y no por el Derecho. No puede por ello ser necesaria para completar la designación de la que trae causa y que es un mero acto del Presidente. Si el Gobierno requiriera que cada persona designada para un cargo tuviera que obtener por sus propios medios su acta de nombramiento, ningún nombramiento se habría llegado a efectuar. El nombramiento es un acto únicamente del Presidente, y la notificación del acta de nombramiento es competencia sólo del funcionario al que se ha asignado esta obligación, y puede ser acelerada o retrasada por circunstancias que no tienen influencia en el nombramiento mismo. El acta de nombramiento es notificada a una persona que ya ha sido designada y nombrada para un puesto, no a una persona que puede ser nombrada o que puede no serlo; del mismo modo que a la carta que contiene el acta de nombramiento puede sucederle que se entregue en la oficina de correos y llegue con normalidad a su destinatario o que, por el contrario, se pierda.
Podríamos ir más allá y preguntarnos si la posesión del original del acta de nombramiento es absolutamente indispensable para habilitar a una persona nombrada para un cargo a desarrollar las obligaciones del mismo. En ese caso, la pérdida del acta implicaría la pérdida del puesto. Ello podría suceder no sólo por negligencia, sino también por accidente o fraude, fuego o robo, cesando entonces la persona en el puesto. En tal caso, la copia de los archivos de la oficina del Secretario de Estado equivaldría a todos los efectos al original. La ley del Congreso así lo ha establecido de forma expresa. Para proporcionar validez a tal copia, no es necesario demostrar que el original ha sido remitido y posteriormente perdido. La copia da fe de que el original existe y que el nombramiento se ha efectuado, pero no de que el original ha sido notificado y entregado. En el mismo sentido, si el original se hubiese extraviado en las dependencias públicas, ello no afectaría al valor probatorio de la copia. Cuando todos los requisitos se han cumplido correctamente, el documento se considera registrado y archivado, y cobra plena eficacia, aun cuando físicamente no haya sido adjuntado al registro.
En el caso de los nombramientos, la ley ordena al Secretario de Estado que los registre y archive. Cuando están firmados y sellados, la orden para que sean archivados está dada, y jurídicamente adquieren pleno valor, tanto si se produce materialmente la inserción en el Libro de Registro como si no.
La copia existente en el registro se considera equivalente al original, y la ley prevé las tasas que debe pagar quien desee que se le expida la copia. ¿Puede la persona responsable de un registro público eliminar del mismo un acto o un nombramiento que ha sido registrado y archivado? ¿Podría negarse a expedir una copia a una persona que lo ha solicitado conforme establece la ley?
Tal copia, de la misma forma que el acta original, autorizaría al Juez de Paz a ejercer su cargo, ya que la copia acredita su nombramiento de la misma forma que el original.
Si la notificación y expedición del acta de nombramiento no se consideran necesarias para proporcionar validez a un nombramiento, su aceptación lo es aún menos. El nombramiento es competencia exclusiva del Presidente, la aceptación es competencia exclusiva del funcionario y es, obviamente, posterior al nombramiento. De la misma forma que puede dimitir, puede rechazar el nombramiento, pero ni una ni otra circunstancia pueden anular los efectos jurídicos del nombramiento.
Este es el modo en que el Gobierno interpreta el procedimiento, y toda su conducta resulta coherente con este planteamiento.
Toda acta de nombramiento está siempre fechada, y la retribución del funcionario comienza desde el nombramiento, no desde el momento de la notificación, transmisión del acta o desde que se acepta el nombramiento. Cuando una persona nombrada para un cargo se niega a aceptarlo, el sucesor es nombrado en lugar de la persona que ha declinado su aceptación, y no en el lugar de la persona que ocupaba previamente el cargo y que ha ocasionado la vacante.
Por ello, este Tribunal considera resueltamente que cuando un acta de nombramiento ha sido firmada por el Presidente, el nombramiento ya se ha realizado. Y el acta se completa y se perfecciona cuando el Secretario de Estado le estampa el sello de los Estados Unidos.
En el caso de los funcionarios que pueden ser cesados discrecionalmente por el Gobierno, las circunstancias y requisitos que se refieren a su nombramiento no son relevantes, ya que el nombramiento es en cualquier momento revocable y la notificación del acta de nombramiento puede ser paralizada si aún no se ha efectuado. Pero cuando se trata de un funcionario no removible, el nombramiento no se puede válidamente revocar. El acta de nombramiento otorga derechos legales que no pueden ser revocados.
La discrecionalidad del Gobierno se puede ejercitar hasta el momento en que el nombramiento ha sido efectuado. Pero una vez que se ha realizado, su poder sobre el funcionario ha concluido en todos aquellos casos en los que la ley le impide cesarlo a voluntad. La persona nombrada tiene entonces pleno derecho al cargo, pudiendo, absoluta e incondicionalmente, aceptarlo o rechazarlo.
De todo ello se deduce que el Sr. Marbury fue válidamente nombrado para el cargo desde el momento en que el acta de su nombramiento fue firmada por el Presidente y sellada por el Secretario de Estado. Y como la norma de creación del puesto de Juez de Paz establece que el titular tiene derecho a ocuparlo durante el plazo de cinco años, y con plena independencia del Gobierno, entonces el nombramiento no es revocable. El nombramiento otorga al funcionario todos los derechos legales que, además, están protegidos por las leyes de los Estados Unidos.
La negativa a notificar y expedir el acta de nombramiento es, por consiguiente, un acto que no puede ser declarado por este Tribunal como conforme con la legalidad sino que, por el contrario, menoscaba un derecho legalmente adquirido.
2. Esto nos lleva a la segunda cuestión que es:
Si el Sr. Marbury tuviera tal derecho, y hubiera sido violado, ¿le proporcionan las normas de este país un recurso adecuado?
La esencia de la libertad civil ciertamente consiste en el derecho de cada individuo a reclamar la protección de las leyes cuando ha sufrido un perjuicio. Una de las primeras tareas del Gobierno es proporcionar tal protección. En el Reino Unido el Rey él mismo está sometido a persecución bajo la respetuosa forma de una petición, y siempre cumple las sentencias de sus tribunales.
En el tercer volumen de sus Comentarios, página 23, Blackstone determina los dos casos en los que el recurso está expresamente contemplado en la ley.
«En todos los demás supuestos, continúa señalando, existe una regla general e indiscutible, de que donde existe un derecho legal existe, asimismo, un remedio legal por medio de una acción procesal ante la Justicia, que se puede ejercitar cada vez que el derecho ha sido menoscabado».
Y, más adelante, en la página 109 del mismo volumen, continúa señalando «Voy a estudiar seguidamente la consideración de tales daños como aquellos de los que conocen los Tribunales del common law. Y aquí observo que todos los daños posibles, sea cual fuera su naturaleza, que no caen en el conocimiento exclusivo de los Tribunales eclesiásticos, militares o marítimos, caen dentro del conocimiento de los Tribunales de justicia del derecho común. Es un principio del Derecho inglés que cada Derecho, cuando ha sido menoscabado, debe tener un remedio y que cada daño ha de tener su reparación adecuada».
El Gobierno de los Estados Unidos ha sido enfáticamente calificado como un gobierno de las leyes y no de los hombres. No sería digno de tan alta denominación si las leyes no proporcionaran en todos los casos una acción en Justicia para los supuestos de violación de un derecho legal.
Semejante oprobio no puede existir en el sistema jurídico de nuestro país, salvo que se trate de un supuesto muy excepcional.
La cuestión es, por tanto, determinar si el presente asunto es uno de estos casos excepcionales y si existe algún elemento que impida la investigación legal del asunto o excluya que la parte perjudicada tenga derecho a la reparación legal. Para ello, la primera cuestión consiste en saber si la reclamación del Sr. Marbury se engloba en la categoría que se conoce como damnum absque injuria, es decir, un perjuicio sin daño efectivo.
Creemos que tal categoría no puede aplicarse a aquellos asuntos que afecten a asuntos o funciones de confianza, de honor, o que tengan naturaleza lucrativa. El cargo de Juez de Paz del Distrito de Columbia reúne estas características. Debe pues ser digno de consideración por el Derecho, y protegido por él. Ha recibido tal atención y protección. Ha sido creado por Ley del Congreso, y a su titular la misma Ley le garantiza la permanencia en el puesto durante cinco años. De manera que no es posible oponer al recurrente el carácter inmaterial y no efectivo del daño, ni negarle la utilización de una vía de recurso.
La no efectividad del daño ¿está acaso en la naturaleza del nombramiento? ¿La negativa a notificar o a expedir el acta de nombramiento puede considerarse un acto puramente político, que pertenece en exclusiva al Gobierno, y para cuya ejecución la Constitución se remite por entero al Gobierno? Con la consecuencia, de ser así, que el interesado no tendría ningún recurso posible, al margen de la entidad o gravedad de su perjuicio.
No se puede dudar de que estos casos existen. Pero no podemos admitir que cada acto obligatorio o vinculante que deba ser realizado por los Ministerios represente uno de tales actos políticos.
A través de la Ley aprobada en junio de 1794, volumen 3, página 112, relativa a los inválidos de guerra, el Secretario de la Guerra está obligado a colocar en la lista de pensionistas a todas aquellas personas cuyos nombres se contienen en un informe presentado por él al Congreso. Si rechazase hacerlo ¿quedaría el veterano de guerra sin protección? ¿Se puede mantener que donde la Ley obliga en términos precisos a la emisión de un acto, sobre el cual existen interesados, el Derecho es incapaz de garantizar la obediencia al mandato? ¿Es a estos efectos relevante el carácter o naturaleza del órgano frente al cual se ha dirigido el requerimiento? ¿O es que los Ministros y Jefes de los Departamentos no están obligados por las leyes de su país?
Tal cosa no podrá jamás admitirse como principio general, al margen de cuál sea o haya sido la práctica en casos particulares. No hay ninguna Ley que confiera tan extraordinario privilegio, ni ello puede derivar de ninguna de las doctrinas del common law. Después de afirmar que se presume imposible que el Rey cause un daño personal a una persona, Blackstone, volumen 3, página 225, afirmó: «Pero la Corona, a través de sus funcionarios, sí puede causar daños a la propiedad de los ciudadanos: para ellos, el Derecho, en materia de derechos individuales, no contiene ninguna deferencia o respeto, sino que proporciona diversos métodos de detectar los errores y malos comportamientos de estos funcionarios por cuya conducta el Rey ha sido conducido al error y a provocar temporalmente una injusticia».
De acuerdo con la Ley de 1796 que autoriza la enajenación de terrenos en la desembocadura del río Kentucky, el comprador que ha pagado la cantidad estipulada se transforma en completo titular de la propiedad adquirida, y después de la emisión del certificado de-adquisición por parte del Secretario de Estado, el Presidente de los Estados Unidos le expide su título de propiedad. Está previsto que los títulos de propiedad sean contrafirmados por el Secretario de Estado y archivados y registrados en su departamento. Si el Secretario de Estado optase por no expedir el título, o si rechazase entregar una copia del mismo, o si se perdiera el documento, ¿se puede imaginar que el ordenamiento jurídico no proporcione al perjudicado un remedio?
No es concebible que nadie pueda mantener tal cosa.
De ello se deduce que saber si un acto del Gobierno o de un Ministerio puede ser enjuiciado por un Tribunal depende de la naturaleza del acto de que se trate.
Si algunos actos son revisables y otros no lo son, entonces debe existir alguna regla de Derecho para guiar al Tribunal en el ejercicio de su jurisdicción.
En algunos casos puede resultar complicado aplicar la regla a circunstancias particulares, pero a nuestro juicio esto no impide que sea posible establecer dicha regla.
La Constitución de los Estados Unidos confiere al Presidente ciertos poderes políticos importantes, en ejercicio de los cuales puede utilizar su propia discrecionalidad, respondiendo ante su país únicamente desde el punto de vista político y, asimismo ante su conciencia. Para ayudarle en dicha tarea está autorizado a nombrar a funcionarios, que actúan por la autoridad conferida y de conformidad con sus órdenes.
En tales casos, los actos de estos funcionarios son actos del Presidente. Y, al margen de la idea que cada cual tenga sobre cómo han sido ejercidos estos poderes discrecionales, lo cierto es que no están sometidos a ningún tipo de control. Las materias sobre las que versan son de naturaleza política. Son poderes que conciernen a la nación, no a los derechos individuales, y desde el momento en que están confiados al Gobierno, la decisión que adopten es definitiva. La aplicación de este principio se percibe perfectamente analizando la Ley del Congreso por la que se crea el Departamento de Asuntos Extranjeros. Es obligación del titular del Departamento cumplir con sus funciones de acuerdo con la voluntad del Presidente. Es un mero órgano por el cual tal voluntad se exterioriza. Los actos de este funcionario no pueden ser examinados por los Tribunales.
Pero cuando la Ley impone a dicho funcionario otras obligaciones, cuando debe llevar a cabo ciertos actos, cuando los derechos de los individuos dependen de la ejecución de tales actos, este funcionario no es más que un instrumento del Derecho, es jurídicamente responsable de su conducta y no puede menoscabar o ignorar los derechos adquiridos de terceros.
La conclusión de este razonamiento es, por tanto, que cuando los responsables de los departamentos ministeriales actúan como agentes políticos y los miembros del poder ejecutivo ejecutan la voluntad del Presidente, o están llamados a actuar en aquellos casos en los cuales el Gobierno posee un poder discrecional otorgado por la Constitución o las leyes, es evidente que en tales casos sus actos son fiscalizables sólo políticamente. Pero allá donde la Ley asigna una obligación específica, y los derechos individuales dependen de la ejecución de tal obligación, parece igualmente claro que los ciudadanos que se consideren dañados tienen un derecho a recurrir a las leyes del país para obtener una reparación […].
Es pues opinión de este Tribunal que cuando el Presidente de los Estados Unidos firmó el acta de nombramiento del recurrente Sr. William Marbury, lo nombró como Juez de Paz del Condado de Washington, en el Distrito del Columbia; y cuando el Secretario de Estado le estampó el sello de los Estados Unidos, como prueba de la autenticidad de la firma, ello le confiere un derecho legal a ejercer el cargo durante cinco años. Asimismo, como es titular legal de dicho cargo de Juez de Paz, tiene derecho a que se le entregue el nombramiento; la negativa a entregárselo representa una violación manifiesta de tal derecho, y para obtenerlo las leyes de este país le otorgan una acción en Justicia.
3. Queda por determinar una tercera cuestión: si el recurrente tiene derecho a obtener el pronunciamiento que pide. Ello depende de:
a) La naturaleza de la reparación que haya solicitado, y de
b) El poder que tenga este Tribunal.
a) Blackstone, en el tercer volumen de sus Comentarios, página 110, definió un mandamiento como «una orden dictada en nombre del Rey por un Tribunal del Rey y dirigido a una persona, corporación o Tribunal inferior o judicatura dentro de los dominios del Rey, requiriéndole a hacer alguna cosa allí especificada, que pertenece a su función y departamento y que ha sido determinada previamente por el Tribunal del Rey, o, al menos, se presume, de conformidad con el Derecho y la Justicia».
Lord Mansfield, en el caso King v. Baker, et al., 3d Burrows 1266, determina con precisión y explícitamente los casos en los cuales se puede ordenar un mandamiento:
«Cada vez, explica el capacitado juez, que existe un derecho a ocupar una función, a ejecutar un servicio o «i ejercitar una franquicia -más específicamente si se trata de un asunto público o desarrollado con provecho- y a una persona se le niega la posesión de tal derecho, o se le desposee del mismo, y no tiene otro remedio legal específico, este Tribunal debe asistirle con un mandamiento, por razones de Justicia y por razones de política pública para preservar la paz, el orden público y el buen Gobierno.» En el mismo caso, «esta acción puede ser utilizada en todas las ocasiones en las que el ordenamiento no haya establecido una vía específica y por razones de Justicia y de buen gobierno debiera existir una» […].
Con respecto a las personas frente a las que puede ir dirigido, la íntima relación política que existe entre el Presidente de los Estados Unidos y los Ministros y Jefes de los Departamentos hace que cualquier investigación legal de los actos de uno de estos altos cargos resulte irritante y delicada, y plantea ciertas dudas sobre la oportunidad de entrar en tal investigación. En un caso como éste, no es sorprendente que la reivindicación de sus derechos por parte de un ciudadano ante un Tribunal de Justicia -derechos sobre los cuales el Tribunal tiene la obligación de pronunciarse- pueda ser a priori vista como una tentativa de intromisión en los asuntos del gabinete y una injerencia en las prerrogativas del Gobierno […].
El papel de este Tribunal es únicamente pronunciarse sobre los derechos de los individuos, y no plantearse la manera en la cual Gobierno y sus funcionarios llevan a cabo las funciones para las cuales son depositarios de un poder discrecional. Los asuntos políticos por naturaleza, o que la Constitución y las leyes colocan bajo la autoridad del Gobierno, no pueden ser discutidos ante este Tribunal.
Pero si la cuestión planteada no es de este tipo y si, lejos de constituir una injerencia en los asuntos del Gobierno, afecta a un acto jurídico que está regulado y registrado conforme a Derecho, y del cual la Ley autoriza la expedición de una copia, una vez pagada una tasa de diez centavos, si no se trata de un funcionario sobre el cual el Gobierno pueda ejercer algún poder, ¿tiene el funcionario, o el cargo que ocupa,una posición cualificada que pueda impedirá un ciudadano hacer valer sus derechos en justicia, o que pueda impedir a un Tribunal conocer de su demanda, o que pueda impedir a este mismo Tribunal dictar un mandamiento para ordenar la ejecución de un deber que no depende en absoluto del poder discrecional del Gobierno sino de disposiciones precisas de una Ley y de los principios generales del derecho?
Si uno de los jefes de los Departamentos comete un acto ilegal en el ejercicio de sus funciones, y ello causa daños a un tercero, no se puede pretender que este funcionario esté exento de ser obligado al cumplimiento de una sentencia. ¿Cómo podrían sus funciones excepcionarle de un pronunciamiento judicial sobre la legalidad de sus actos, desde el momento en que si la persona obligada fuese otra no existiría ningún obstáculo para dicho sometimiento?
Así pues, no es la función que esté desempeñando el sujeto al que se dirige la orden sino la naturaleza de la cosa que ha de realizarse lo que transforma en adecuado o inadecuado el dictar un mandamiento. En los supuestos en los que el jefe de un Departamento actúa ejercitando sus poderes discrecionales, cuando es un mero órgano de la voluntad del Gobierno, cualquier intento de un Tribunal de censurar su conducta podría ser rechazado sin el menor problema.
Pero cuando a este funcionario la Ley le obliga a llevar a cabo una determinada actuación que afecta a los derechos absolutos de los individuos, y para ello el Presidente no le ha otorgado discrecionalidad, y cuando, además, el Presidente no puede legalmente impedir que tal poder se ejerza, como, por ejemplo, en el registro y archivo de un nombramiento o en el otorgamiento de un título de propiedad en los casos en los que se cumplan todos los requisitos legales, o para proporcionar una copia de tal registro, en tales casos, decimos, no alcanzamos a ver con qué fundamento los Tribunales del país estarían exentos de la obligación de dictar una sentencia y de tutelar el derecho del ciudadano -en comparación a si las mismas obligaciones debieran ser ejecutadas por una persona que no desempeñase la función de jefe de un Departamento.
Creemos que no es la primera vez que este problema se plantea en este país […].
Nos encontramos, de este modo, ante una pretensión de que se dictemos un mandamiento para que al Sr. Marbury se expida o el original de su nombramiento o, en su defecto, una copia, y la única cuestión que queda por determinar es:
b) Si este Tribunal puede dictar el mandamiento solicitado.
La Ley que creó los Tribunales de los Estados Unidos autoriza al Tribunal Supremo a dirigir mandamientos, en los casos autorizados por los principios y usos del Derecho, a todos los Tribunales o a todas las personas que desempeñen cargos públicos de autoridad en los Estados Unidos.
El Secretario de Estado, como persona que desempeña un cargo público bajo la autoridad de los Estados Unidos, se incluye en el ámbito de aplicación de la norma, y si este Tribunal no está autorizado a dirigirle un mandamiento sería porque la Ley que prevé esta posibilidad es inconstitucional y por ello absolutamente incapaz de conferir el poder y asignar las obligaciones que se propone conferir y asignar de forma expresa.
La Constitución atribuye la totalidad del poder judicial de los Estados Unidos a un Tribunal Supremo y a tantos Tribunales inferiores como el Congreso decida crear. Esta función judicial incluye expresamente todos los litigios y causas que surjan en aplicación de las leyes de los Estados Unidos y, consecuentemente, puede ser ejercitado en el presente supuesto, ya que el derecho reclamado está reconocido en una Ley de los Estados Unidos.
Respecto del ejercicio de esta función la Constitución establece que: «el Tribunal Supremo tendrá jurisdicción originaria en todos los casos que afecten a embajadores, otros ministros públicos y cónsules, y a aquellos en los cuales un Estado sea parte. En todos los restantes supuestos, el Tribunal Supremo tendrá jurisdicción de apelación» […].
Cuando un texto establece las bases del sistema jurisdiccional, distinguiendo entre un Tribunal Supremo y otros Tribunales inferiores creados por Ley, enumerando las competencias y distribuyéndolas para así definir la jurisdicción originaria del Tribunal Supremo (afirmando que respecto de ciertos asuntos será competente en primera instancia y respecto de otros lo será en apelación), parece que estas palabras significan, sencillamente, que en algunos casos la competencia es de primera instancia y no de apelación y que en otros lo será en apelación en lugar de primera instancia. Si hubiese otra interpretación que dejase sin efecto esta disposición, habría que rechazarla y quedarse con el sentido evidente de la norma.
De manera que para que este Tribunal pudiese válidamente dictar un mandamiento tendría que acreditarse que ello pertenece a la jurisdicción de apelación, o que es un complemento de la jurisdicción de apelación […].
El criterio característico de la jurisdicción de apelación es permitir un segundo pronunciamiento respecto de asuntos ya iniciados o juzgados, y no dictar un primer pronunciamiento o crear el asunto mismo. Pero dirigir una orden a un funcionario para que expida un determinado acto o documento viene a equivaler a entablar un recurso en primera instancia para obtener dicho documento, de manera que el mandamiento que se nos solicita no pertenecería a la jurisdicción de apelación sino a la originaria o de primera instancia. Además, en el presente caso, el mandamiento no es necesario para que el Tribunal ejercite su jurisdicción de apelación.
Así las cosas, la competencia para dictar mandamientos frente a funcionarios públicos que la Ley jurisdiccional otorga al Tribunal Supremo no está prevista en la Constitución. Debemos pues preguntarnos si es posible ejercer una competencia así otorgada.
La cuestión de saber si una norma o acto contrario a la Constitución puede constituir Derecho vigente en un país es una cuestión de interés esencial para los Estados Unidos, pero, afortunadamente, su dificultad es menor que otras planteadas aquí. Para resolverla, sólo hay que recordar ciertos principios que, al cabo de mucho tiempo, están firmemente establecidos.
El fundamento sobre el que se ha construido el sistema americano es el derecho originario del pueblo a establecer, para su gobierno futuro, aquellos principios que considere más adecuados para obtener la felicidad. La puesta en práctica de dicho derecho originario exige una gran energía, y por ello no puede ni debe ser frecuentemente ejercitado. Por ello, los principios que han sido establecidos se consideran fundamentales. Y como la autoridad de la cual emanan es una autoridad suprema, y sólo puede expresarse en contadas ocasiones, tales principios tienen vocación de permanencia.
Esta voluntad original y suprema organiza el Gobierno y atribuye a los diferentes poderes y departamentos sus competencias respectivas. Podría haberse detenido aquí o, además, haber establecido ciertos límites que no deben ser excedidos por estos poderes.
Al Gobierno de los Estados Unidos se le aplica esta segunda regla. Los poderes del legislativo están definidos y limitados, y para que estos límites no se malinterpreten o se olviden se ha escrito la Constitución. ¿Qué sentido tiene que los poderes estén limitados y que los límites estén escritos, si aquellos a los que se pretende limitar pudiesen saltarse tales límites? ¿La distinción entre un Gobierno con poderes limitados y otro con poderes ilimitados queda anulada si los límites no confinasen o constriñesen a las personas a las que se dirigen, y si no existe diferencia entre los actos prohibidos y los actos permitidos? Está fuera de toda duda que o la Constitución se impone a cualquier Ley que la contradiga o, por el contrario, el legislativo puede modificar la Constitución a través de una Ley cualquiera.
Entre estas dos opciones no hay término medio. O la Constitución es un Derecho superior, principal, e inmodificable a través de mecanismos ordinarios o, por el contrario, se sitúa al mismo nivel que las leyes ordinarias, y como toda Ley es modificable cuando así lo disponga la voluntad del legislativo.
Si la primera parte de la alternativa fuese cierta, entonces una Ley contraria a la constitución no es Derecho. Si la cierta fuese la última parte, entonces las Constituciones escritas no serían más que intentos absurdos del pueblo de limitar un poder que por naturaleza escaparía a todo límite.
Está claro que todos aquellos que han dado vida a Constitución escrita la han concebido como el Derecho fundamental y supremo de la nación y, consecuentemente, la regla que debe aplicarse es que toda Ley contraria a la Constitución es nula.
Este principio es ínsito a una Constitución escrita y, por ello, este Tribunal debe tenerlo como uno de los principios fundamentales de nuestra sociedad. De manera que no conviene perderlo de vista en las consideraciones que a este caso hemos de aplicar.
Si una ley contraria a la Constitución es nula, ¿vincula, pese a su invalidez, a los Tribunales, de manera que están obligados a aplicarla? O, en otras palabras, aunque tal Ley no constituya Derecho, ¿rige y se aplica como si fuera Derecho vigente? Esto supondría alterar en la práctica lo que hemos planteado desde el punto de vista de los principios, y significaría, de entrada, un absurdo demasiado grande para insistir en él. Sin embargo, conviene realizar una consideración más atenta.
Sin ningún género de duda, la función y la responsabilidad del poder judicial consiste en determinar qué es y cuál es el derecho. Aquellos que aplican el Derecho a los casos particulares deben por necesidad explicar e interpretar las normas. Si dos normas entran en conflicto, los Tribunales deben decidir cuál es la aplicable al caso.
De este modo, si una Ley está en contradicción con la Constitución, y si ambas, la Ley y la Constitución se aplicaran a un caso particular, entonces el Tribunal debiera decidir este caso de conformidad con la Ley, rechazando la constitución, o de conformidad con la Constitución, rechazando la Ley. El Tribunal debe determinar cuál de las dos normas en conflicto rige el caso. Este es el verdadero sentido de la función judicial.
Si los Tribunales deben tomar en consideración la Constitución, y la Constitución es superior a cualquier Ley ordinaria que haya aprobado el poder legislativo, será entonces la Constitución y no la referida Ley la que resolverá la controversia a la cual las dos podrían en principio aplicarse.
Quienes niegan el principio de que los Tribunales deben considerar la Constitución como derecho superior, deben entonces admitir que los Tribunales deben cerrar sus ojos a la Constitución y regirse sólo por las leyes.
Esta idea alteraría los fundamentos básicos de todas las Constituciones escritas. Supondría que una Ley por completo nula según los principios y la teoría de nuestro sistema de gobierno sería en realidad del todo obligatoria. Supondría declarar que si el legislativo hace aquello que está expresamente prohibido, dicha Ley, a pesar de la prohibición expresa, desplegaría plenamente su eficacia y efectos. Supondría también otorgarle al legislativo una omnipotencia casi absoluta, a pesar de que se dice que sus poderes están limitados. Se estarían estableciendo límites, y al tiempo se estaría declarando que dichos límites pueden ser sobrepasados a voluntad del sujeto limitado.
En América, donde las Constituciones escritas tienen gran consideración, el hecho de que esta teoría reduzca a la nada lo que ha sido considerado uno de los mayores avances de nuestras instituciones políticas -disponer de una Constitución escrita-, resulta suficiente para rechazar tal interpretación. Además, la Constitución de los Estados Unidos contiene reglas expresas que proporcionan argumentos adicionales a favor de este rechazo.
El poder judicial de los Estados Unidos se extiende a todos los casos en los que se diluciden cuestiones regidas por la Constitución.
¿Podría plantearse que los constituyentes quisieron decir que, al ejercer este poder, los jueces no deberían utilizar la Constitución? ¿Podría admitirse que un caso surgido bajo el imperio de la Constitución podría ser resuelto sin examinar ni aplicar la norma bajo la cual ha nacido?
Esta idea es demasiado extravagante para poder ser defendida.
Entonces, en tales casos la Constitución debe ser examinada por los jueces. Y si para ello pueden y deben abrirla ¿qué parte de ella tendrían prohibido leer u obedecer?
Hay otras muchas partes de la Constitución que pueden servir para ilustrar esta cuestión.
Se declara que «no se pueden exigir tasas o impuestos sobre artículos exportados desde cualquier otro Estado». Supongamos un impuesto sobre la exportación de algodón, o de tabaco, o de harina, y que se plantea un litigio para recobrar la cantidad pagada. ¿Cómo debería fallarse este caso? ¿Podrían los jueces cerrar los ojos a la Constitución y decir que aplican sólo la Ley?
La Constitución señala que «no se aprobará ninguna Ley que establezca condenas sin juicio[9] o que tenga efecto retroactivo».
Si pese a ello se aprueba una Ley con tal contenido y una persona fuese perseguida y detenida en aplicación de ella, ¿deberían los Tribunales condenar a muerte a aquellas víctimas a las que la Constitución pretende proteger?
Dispone la Constitución que «nadie será condenado por traición salvo por dos declaraciones de testigos que recaigan sobre el mismo hecho patente, o como consecuencia de su propia confesión ante un Tribunal de Justicia». Aquí el lenguaje de la Constitución está destinado especialmente a los Tribunales. Prescribe, directamente para ellos, una regla de prueba de la cual no se pueden apartar. Si el legislativo cambiara tal regla y la declaración de un único testigo o la emisión de la confesión lucra del Tribunal pudiera resultar suficiente para la condena, ¿debería la regla constitucional ceder ante lo que señala la Ley?
Para estos casos, y para otros muchos ejemplos que se podrían poner, resulta claro que los constituyentes concibieron la Constitución como una regla vinculante para el gobierno de los jueces, del mismo modo que para el legislativo.
Por otra parte, ¿cuál sería la razón para obligar a los jueces a jurar respetar la Constitución? Esta obligación se aplica sobre todo porque que ejercen funciones públicas. ¡Sería inmoral imponerles el juramento si lo utilizaran como los instrumentos, y hasta como los instrumentos conscientes, de una violación de los principios que han jurado mantener!
Asimismo, la obligación que adquieren al prestar el juramento legalmente exigido es muy significativa de la idea que el legislador tiene al respecto. Recordemos que se hace con estas palabras: «Solemnemente juro que administraré justicia sin tener en cuenta la condición de cada persona, y daré igual derecho al pobre o al rico, y desempeñaré fiel e imparcialmente las funciones que me incumben… de acuerdo con la mejor de mis capacidades y entendimientos, conforme a la Constitución y a las leyes de los Estados Unidos».
¿Para qué serviría que un juez jurara cumplir sus funciones «de conformidad con la Constitución de los Estados Unidos» si la Constitución no fuese una norma que guiase su tarea jurisdiccional, o le estuviese vedada y no pudiese consultarla y servirse de ella?
Si ello fuese realmente así, sería más dramático que una solemne burla. Imponer o prestar este juramento sería igualmente un delito.
No es ocioso recordar que con la declaración de cuál va a ser la Ley suprema del país, la Constitución se menciona en primer lugar, y no las leyes de los Estados Unidos de forma general y abstracta: éstas sólo tienen tal consideración si son compatibles con lo dispuesto en la Constitución.
Por ello, la terminología particular de la Constitución confirma y refuerza el principio, que supone ser esencial y común a todas las Constituciones escritas, conforme al cual una Ley contraria a la Constitución es nula, y que los Tribunales, al igual que los demás poderes, están sometidos a la Constitución.
Se rechaza la pretensión del recurrente.
Notas
[1] De ella da cuenta Bernard Schwartz, A Basic History of The Supreme Court, 1968, p. 102.
[2] En el momento de rechazar el nombramiento, Jay dijo que el Tribunal Supremo era la cabeza de un sistema judicial sin energía, prestigio ni efectividad.
[3] Nombró a 16 jueces de Tribunales de Circuito y a 42 Jueces de Paz.
[4] Bernard Schwartz, A History of the Supreme Court, Oxford University Press, New York, 1993, p. 41.
[5] Chistopher Edley dice que Marbury fue una auto-restricción del Tribunal Supremo: «Se afirma el poder de declarar la inconstitucionalidad de las leyes con objeto de poder estimarse desprovisto de jurisdicción para dar una solución a la controversia planteada»: Derecho Administrativo. Reconcebir el control judicial de la Administración, INAP, Madrid, 1994, p. 39.
[6] Sobre esto último puede verse Eduardo García de Enterría Democracia, jueces y control de la Administración, Civitas, Madrid, 5.ª ed., 2000, p. 173.
[7] Existe una traducción española completa de la sentencia, a cargo de Ignacio Fernández Sarasola, en Textos Básicos de la historia constitucional comparada (J. Varela Suanzes ed.), CEPC, Madrid, 1998 (también en http://www.comtitucion.rediris.es /principal/constituciones-marburyvsmadison. htm). Hemos encontrado otras dos traducciones parciales: una en Documentos constitucionales y textos políticos (L. Sánchez Agesta ed.). Editora Nacional, Madrid, 1982, pp. 97 a 99, y otra en Richard B. Morris Documentos fundamentales de la historia de los Estados Unidos de América, Libreros Mexicanos Unidos, México, 1962, pp. 134 a 144.
[8] Nota de los traductores: hemos castellanizado el término mandamus, traduciéndolo por mandamiento. El writ of mandamus es un oficio o mandamiento dictado por un órgano jurisdiccional y dirigido a un órgano jurisdiccional inferior o a una autoridad administrativa, destinado a que aquél o esta cumplan una determinada obligación que les viene legalmente impuesta.
[9] Nota de los traductores: hemos traducido bill of attainder por «condena sin juicio», a sabiendas de que no es exactamente lo mismo. El bill of attainder (y no atteinder, como escribe algún autor: Esther González Hernández, La responsabilidad penal del Gobierno, CEPC, Madrid, 2002, pp. 51 y ss.) es una condena a muerte que pronunciaban las Cámaras del Antiguo Régimen (esencialmente el Parlamento inglés), sin juicio o procedimiento, normalmente por delitos de traición o similares.