Los números siempre me han resultado fascinantes. Tanto que, hace muchos años, cuando hice la preinscripción de Selectividad, Matemáticas fueron una de las opciones. Porque realmente es una disciplina con la que hay muchas posibilidades de pasarlo bien. Especialmente si se dedica uno a la contabilidad.

Aún hoy, el juego de niños de demostrar, con operaciones matemáticas manipuladas por su sucesión temporal, que tenemos once dedos en las manos me ha servido para quitar la tensión en una reunión complicada en donde unos números estaban constituyendo un problema enquistado y la tensión estaba subiendo más de la cuenta.

Creo que se puede afirmar que los números se mueven en una gran paradoja, la que combina seguridad e imaginación.

En efecto, los números dan sensación de seguridad. Dos más dos son cuatro, y resulta incuestionable. La seguridad es real. No es como esas disciplinas, entre ellas el derecho, en donde se juega con conceptos como la razonabilidad o la discrecionalidad o el buen padre de familia. Pero esta idea de seguridad, aplicada a la contabilidad, plantea sus dudas.

De hecho, los juegos con los números en las cuentas públicas y sobre todo en las privadas llevaron a la expresión aquella de que la contabilidad es la última de las bellas artes.

Acaso conviene recordar que, en el ámbito privado, la crisis económica de 2008 vino precedida por la crisis (generada en contabilidad) de EMRON, que era demasiado grande para quebrar, pero que acabó siendo el preludio de otras grandes crisis empresariales en las que sólo el respaldo público evitó la quiebra. La crisis de hipotecas subprime fueron también la consecuencia de cómo se dibujaban contablemente los riesgos que asumían las entidades de crédito por la sucesión de hipotecas que se iban vendiendo entre entidades de crédito

En el ámbito público, conviene también recordar cómo desde las autoridades comunitarias, desde EUROSTAT ni más ni menos, se publicó un «Manual del SEC 95 sobre el déficit público y la deuda pública» (tal era el título), cuya segunda edición incorporó un último capítulo tenía como finalidad enseñar a las Administraciones públicas europeas cómo se debían hacer las operaciones de colaboración público privada para que no computaran ni para el déficit público ni para la deuda pública. Un juego fascinante de contabilidad de diseño. Faltó el capítulo de cómo pagarlo, claro está. 

Viene a cuento todo lo anterior por el relato diario y pormenorizado que se hace en la prensa deportiva y aún de la general de las dificultades económicas del Fútbol Club Barcelona y cómo la Liga del Fútbol Profesional le está obligando a activar unas palancas que permitan fichar e inscribir jugadores. La última de las bellas artes llega a la prensa diaria para satisfacer las necesidades de consumo de un espectáculo de masas.

Estas palancas van acompañadas de presiones a los jugadores para que se rebajen el sueldo de esta anualidad a cambio de prolongaciones de contrato en las que recuperan lo dejado de percibir ahora. Esto es, un diferimiento de pago que recuerda aquella intervención de la secretaria General del partido de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque, en este caso, la mercadotécnica del club lo vende como amor a los colores.

Las palancas (cuyo nombre tiene connotaciones físicas relevantes) suponen, a lo que parece, la venta de los derechos futuros en determinados ámbitos para contabilizarlos en las cuentas actuales que son las que determinan lo que se puede fichar. Esto es, un juego contable que tiene un efecto positivo ahora pero que limitará los ingresos futuros de la entidad. Parece un préstamo que se concede a sí mismo el club, ya que no puede ir al mercado privado por el control contable que ejerce la Liga.

Palancas que, además, han iniciado un debate sobre su extensión con la propia Liga, dado que sus efectos contables no deben estar suficientemente claros como para cumplir los requisitos financieros de la Liga. Todo ello en un contexto en el que la recaudación por entradas va a ser menor al tener que ir a Montjuic y en el que hay que pagar las obras del Camp Nou, cuya estructura tiene numerosos problemas arquitectónicos. Unas cuentas complejas, sin duda, aunque cosas más complicadas se han visto. Pero desde luego, esto se parece mucho a vender algo a trozos.

Imagino que ser más que un club generará la sensación de que no puede caer y desaparecer. Imagino también que los juegos contables que son divertidos para destensar una reunión, tengan la suficiente seriedad para no hacer que el Barça tenga más problemas de los que hoy tiene y que no lleguemos a una situación de rescate como la que hubo que hacer con Bankia. Pero la sensación que queda es la de los tiempos de la crisis empresarial: haber vivido por encima de las posibilidades repercute en que no se pueda acometer el día a día.