En memoria de Javier Ballarín Iribarren (1956-2021), el italiano del Pirineo.
Sesenta y cinco años son pocos para morirse, pero a Javier Ballarín (en realidad, José Javier, aunque con Chavi como nom de guerre) le cundieron mucho. Es la hora del llanto y también del aplauso.
Suele decirse que un jurista, para serlo de cuerpo completo, se tiene que desplegar en tres dimensiones, la función pública (las oposiciones son una especie de certificado de capacidad intelectual, que vale mucho más que el simple título de acceso a un oficio), la investigación y el ejercicio práctico. Así las cosas, nuestro homenajeado no dejó ninguno de los tres palos sin tocar.
Fue Letrado de las Cortes Generales desde 1981 y tuvo destinos de primer orden en la Administración parlamentaria. El último de ellos, nada menos que ser el encargado de la Oficina de Conflictos de Intereses de Sus Señorías.
Investigó con profundidad el régimen constitucional (empezando por el poder judicial en los años 1982-84, con una Beca de la Fundación Juan March) y también la historia de las ideas.
Y, en fin, fue un Abogado relevante. De la clase de los artesanales, por así decir: los que tienen muchos clientes personas físicas o grupos familiares.
Pero si a Ballarín le conviene la calificación de jurista (y de los buenos), también es cierto que no le basta. Se le queda muy corta, sí, porque los secos datos que se han expuesto pueden predicarse también de otras personas, siendo así que nuestro querido Chavi tenía mucho de singular e incluso de infungible (para bien), empezando por las estirpes de las que descendía.
Su padre, Alberto, era aragonés. Más aún, de Huesca, o sea, del Alto Aragón, tierra fértil por cierto en grandes juristas: Alejandro Oliván, Joaquín Costa y Luis Jordana de Pozas son sólo unos pocos entre muchos. Alberto, creador del Derecho agrario en España, los superaba a todos ellos desde muchas perspectivas, empezando por su carácter expansivo e irresistible.
Pero no cabe olvidarse de su madre, Juana Iribarren, verdadera artífice de la preciosa colección de arte de la familia. Venía de por allí cerca, el norte de Navarra.
En definitiva, Chavi era, por los dos linajes, una criatura del Pirineo, de lo cual él se sentía (y con razón) muy orgulloso, porque observaba el cuarto mandamiento con rigor. Pero en el fondo no se identificaba con la gente de aquellas tierras porque su espíritu era de Italia, la sede de la sutileza y la fineza. El matrimonio con Vittoria estaba poco menos que cantado y en cierto sentido no hizo sino ponerle el sello a una vocación -una querencia- que venía desde el inicio. Nuestro amigo se mostraba con frecuencia irónico (sin caer en el sarcasmo) porque lo suyo era la estética y, por tanto, la medida. Era un gusto conversar con él en esta España del esparto, cada vez más seca.
Compañeros de su promoción de las Cortes como Iñigo Méndez de Vigo o Benigno Pendás han glosado su rica personalidad -falleció el sábado 11- en unos términos muy sentidos. También lo ha hecho su amigo más antiguo, José María Robles Fraga. A mí me queda poco espacio para la novedad y por eso me limito a subrayar ese aspecto: la geografía es aleatoria (o incluso mentirosa) y sucede que entre nosotros también se emboscan italianos, aunque se encuentren agazapados y haga falta una lupa para localizarlos. Son pocos y a Chavi lo vamos a echar mucho en falta. Deja una estela (como lo hicieron sus padres, Alberto y Juana) literalmente imborrable.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz.