Un huraño y un hombre competente y bueno

Con la muerte de José Vida Soria, Pepe Vida, a los 81 años, se ha ido un trozo de la historia de España. Porque resultaba representativo como pocos de lo mejor de una época, que, con el convencionalismo que es propio de las periodificaciones, podemos ubicar en la segunda mitad del siglo XX, aunque se haya prolongado durante las dos primeras décadas de la centuria actual.

Los datos biográficos son conocidos y apenas procederá su recordatorio somero. Nacido en 1937, en mitad de la guerra civil, y nada menos que en la cruel Granada de García Lorca, orientó sus estudios, a partir de 1954, hacia el Derecho, licenciándose en su ciudad natal y doctorándose en Madrid. Fue Catedrático de Laboral, primero (1970) en Salamanca y desde 1975 en su tierra. En la transición se metió en política, siendo Senador en 1977 (con participación activa en la elaboración de la Constitución, sobre todo en la etapa final, la de la Comisión Mixta de otoño de 1978, cuando los verdaderos autores, el Senador Fernando Abril y el Diputado Alfonso Guerra, se cansaron de estar emboscados entre bambalinas y asumieron el protagonismo directo) y Diputado en 1979. Luego volvió a su alma mater, de la que llegó a ser, sucediendo a Antonio Gallego Morell, nada menos que Rector (1983-1989). A partir de entonces, y aunque no se le quitó el apetito por la actividad pública, se supo recoger en su vida más privada y familiar: le encontró el gusto a eso que Pío Baroja llamaba las horas solitarias. El fallecimiento le llegó el pasado día 3.

 

Representativo (representativo de lo mejor, se insiste) por muchos motivos.

Representativo, en primer lugar, porque en su peripecia convivió una estirpe ilustrada “pata negra” (nieto de Don Jerónimo Vida y Vilches, jurista de primer orden en la época de la restauración y sobre todo propietario del Carmen de la Victoria, hoy el alojamiento con el que la Universidad de Granada agasaja a sus invitados, e hijo del Doctor José Vida Linbán, pediatra muy connotado) y también la tristeza de una sociedad indefensa, donde faltaban los cuidados más elementales: su madre murió pocos días después del parto y su padre antes de que él cumpliera los veinte, quedándose así huérfano a edad tempranísima. Lo más excelso y lo más sórdido: todo en uno.

Representativo, segundo, por haber vivido y estudiado, en los años sesenta, en el franquismo pero también en plena fase de apertura de las mentalidades, nada menos que en el Colegio Mayor César Carlos, en Madrid, que fue, vistas las cosas con la perspectiva de la historia, la gran cantera de las élites funcionantes y académicas de la época, no sólo en materias jurídicas. El viverode la intelectualidad de la transición a la democracia.

Representativo, tercero, de una generación que, a partir de 1975, tuvo la ocurrencia (con ojos de hoy sería algo rayano en la inconsciencia más absoluta) de abandonar sus actividades profesionales para apuntarse en un partido -todo un acto de sacrificio, comparable a las más abnegados- y presentarse en una lista electoral. Y representativo también, una vez que dichas entidades degeneraron y se convirtieron en las caricaturas de sí mismas que hoy son, de lo que esas personas sufrieron estando ahí presas, hasta que finalmente dieron el paso de abandonar. Desengaño es la palabra del barroco. Desencanto, si queremos decirlo con el título de la famosa película de 1976 sobre Leopoldo Panero y su familia.

Representativo, cuarto, de la mezcla nada sencilla entre el compromiso con una determinada sociedad y el despego hacia ella, cuando no la antipatía abierta. Pepe Vida era, sí, un huraño, en el sentido de un desubicado en un entorno al que quería servir pero con el que en muchas ocasiones no se sentía identificado. Ni en el franquismo ni, ay, tampoco en la democracia, en la que en ocasiones vivió, vamos a hablar sin rodeos, como un exiliado interior.

Pero representativo, se insiste, y dentro de tanto complexio oppositorum, de lo mejor. De lo más noble. De lo menos interesado en lo material y en el deseo de apuntarse medallas mediáticas (por no hablar de su mujer e hijos, discretos hasta el límite de la invisibilidad). De lo más coherente intelectualmente: su baja en el partido en el que tan dignamente había militado lo cualifica en el primero de los niveles. De lo más selecto a la hora -dificilísima, por lo que vemos a diario, porque defenderse de los aduladores tiene mucho más mérito que hacerlo de los enemigos encarnizados- de elegir colaboradores: hizo Vicerrector a Juan José Ruiz-Rico y eso lo dice todo. Al lado de tantos méritos, los nada amables repliegues de su carácter, al modo de un Baroja del Genil (río por río, nada que envidiar al Bidasoa), quizá debidos a las carencias de su infancia y juventud, no sólo resultan perdonables -era, además, una persona buena-, sino que sin ellos no habría sido el que fue.