La toma de posesión de los cargos públicos sirve como muestra de las creencias religiosas de las personas que acceden a dichos puestos. Dependiendo de si el futuro cargo es o no creyente, opta por la fórmula del juramento, poniendo a dios por testigo, o la promesa.
Los demás elementos ayudan a lo anterior. La presencia de la Biblia (usualmente una de 1791, dedicada a Carlos IV) hace que la mano se pose en ella en el caso del creyente o de la Constitución en el caso de que no se tengan dichas creencias. En definitiva un acto de exhibición religiosa que concluye con el comentario morboso sobre quienes están a uno u otro lado.
La fórmula que ha sido descrita someramente es la evolución de la tradición y quiere ser una fórmula aséptica que respete las creencias de todos. La modernidad que se ha querido impulsar ahora ha resultado muy insuficiente: si la ausencia de la Reina en este acto es lógica teniendo en cuenta que no tiene ninguna función constitucional (salvo el caso extremo del artículo 58) y que no se trata de un acto protocolario sino lleno de significado jurídico-político; el dar la opción de que haya símbolos religiosos no es totalmente insuficiente.
Pues bien, en mi opinión en la toma de posesión no hay cabida para la cuestión religiosa, ya sea con su afirmación o rechazo. La toma de posesión cumple dos finalidades vinculadas al servicio público: a) la aceptación del cargo y b) el compromiso de cumplirlo con sometimiento a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Lo demás entra en un ámbito privado y que, por ende, sobra. Y esto no es un problema de clericalismo o no, solo de separar los ámbitos de Estado y religión en un país aconfesional.
Y además, introducir la cuestión religiosa en la toma de posesión es inconstitucional. Sí, dando la opción de jurar o prometer lo que se está haciendo es obligar al cargo público a declarar sus creencias religiosas, algo prohibido por el artículo 16.2 de la Constitución, que afirma con rotundidad que «nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias». E incluso podría vulnerar la libertad de pensamiento, conciencia y religión prevista en el artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.
A ello se añade un hecho que no debe ser obviado: como dispone el artículo 16.1 , de acuerdo con el cual «ninguna confesión tendrá carácter estatal». ¿Existe alguna justificación para la presencia de una cruz y la biblia cuando el Estado carece de confesión? ¿Hace falta algo más que la Constitución, a la que se está rebajando de importancia cuando de lo que se trata es de cumplirla como servidores públicos que son?
Por ello, me reafirmo en el cambio en la formula que decidimos en el equipo de Gobierno de la Universidad Complutense de Madrid bajo el mandato de Carlos Berzosa. No nos interesó si se es creyente (y cuál sea su fe) o si no lo es. En una Administración Pública de una Estado aconfesional basta con el compromiso : «Me comprometo a cumplir las obligaciones del cargo de … con sometimiento a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». Un texto en la mesa que es la Constitución. Nada más y nada menos.
Algún día, confío que sea así en todas las Instituciones del Estado.