En la pasada Convención del Partido Demócrata hubo tres discursos que llamaron la atención: el de Michelle Obama, por su fuerza, argumentación, claridad y buena exposición (con independencia de que, desde la perspectiva española, sea difícil de entender que en una convención política tenga que intervenir la pareja del candidato); el de Barack Obama, por su convencimiento y el programa expuesto (aunque no tan impactante como el de la convención de 2008) y, sobre todo, el de Bill Clinton.
El discurso del exPresidente se puede resumir en una frase: la política expresa una forma distinta de acercarse a los problemas de republicanos y demócratas y, por ello, desde la política, criticaré el (poco) programa de los republicanos; defenderé cuáles han sido las claves (incluidos los problemas) de la política de Obama y por qué los causantes de la crisis no pueden intentar solucionarla con las mismas políticas. Y expondré políticas que creo que son necesarias para mejorar el país. Es política en estado puro.
Un planteamiento que dejó en muy mal lugar la pobrísima convención del Partido Republicano -celebrada una semana antes- que pretende llegar al poder con cuarto y mitad de idea y una agresiva campaña de crítica a Obama. Una forma de ser y proceder, por cierto, a las que nos tiene acostumbrados el Partido Popular español, aunque más pobre en sus formas.
Pero no es esto lo que me interesa destacar hoy. El discurso de Bill Clinton rompe con una práctica que viene de la época de Reagan y Thatcher en donde la política se despacha con dos apelaciones genéricas al corazón y dos ideas en las que, aparentemente, todo el mundo está de acuerdo. Es la forma de disfrazar la brutal carga ideológica del pensamiento conservador. ¿Puede alguien no decir “sí a la vida”? ¿hay alguien que no quiera que se reduzca la presión fiscal? ¿desea alguien menos libertad educativa?
Acaso si se le dice que con las frases anteriores se está restringiendo el derecho de la mujer al aborto, la política de redistribución de la riqueza o los medios para mejorar la educación pública la respuesta sería muy diferente. Y ello por no hablar del latiguillo recurrente de que se va a hacer “lo que hay que hacer”, que permite cualquier tipo de opción porque aparentemente no hay alternativa, algo que por lo demás, suele ser falso.
Desde esta perspectiva, el pensamiento progresista ha incurrido, en mi opinión, en dos errores: por un lado, aceptar la simplificación de la política tan propia del pensamiento conservador y, por otro, “pensar en un elefante”. Dos problemas que en el discurso de Clinton no aparecieron ni lejanamente.
Porque la política no debiera consistir en esas apelaciones al sentimiento que sirven para un roto y un descosido y que acaban considerando al ciudadano casi como una marioneta. La complejidad de los problemas económico-sociales actuales requiere respuestas concretas que no pueden ser suplidas por la técnica, porque ésta encubre, en realidad, una política conservadora que restringe el debate sobre las alternativas y mantiene las cosas como están. Sólo así se puede mostrar a los ciudadanos que la derecha y la izquierda sí son diferentes y que hay, por ejemplo, dos modos distintos de salir de la crisis económica.
En efecto, el estado del debate sobre las salidas europeas a la crisis es la prueba evidente de cómo su simplificación ha permitido el afianzamiento de las políticas conservadoras, que, por un lado, han borrado del imaginario colectivo dónde se sitúa el origen de la misma y, por el otro, han prescindido de aquellas soluciones que buscan el impulso público, apelando al principio -tantas veces violado- de estabilidad presupuestaria. Y ello a pesar del altísimo coste social que están provocando y sin que, además, se vea todavía el final del túnel. Tanto es así que incluso actores del problema se transforman en presuntas estrellas de la solución con un resultado hasta ahora nulo.
El segundo problema es el de errar en el destinatario de la política y el mensaje, algo en lo que insiste el conocido libro -por lo visto, cabecera del Presidente Zapatero en la primera legislatura- “No pienses en un elefante. Lenguaje y discurso político” del filólogo estadounidense George Lakoff. Plantea, dicho muy sucintamente, que hay que hacer un discurso y dirigirlo pensando en aquellos que son los destinatarios del mismo, el votante propenso a votar a la izquierda, en nuestro caso. Al votante de derechas no se le va a convencer, porque para una respuesta conservadora es mejor el original. Al de izquierdas, se le puede perder por el camino por utilizar un marco discursivo distinto.
Lo cual exige a la izquierda explicar y proponer. Explicar por qué se ha desarrollado una determinada política y, en el caso de resultar problemática, exponer las razones y los contrapesos que se han puesto en circulación para contrarrestar los efectos negativos de esas medidas impopulares. Obliga a examinar con frialdad lo realizado para reivindicar lo bien hecho y explicar los errores cometidos. Supone articular un discurso que conecte con aquellas sensibilidades que son propensas al voto progresista. Y mismo tiempo, pasa, cuando se esté en el poder, por hacer ejecutar el discurso propio sin complejos, siendo consciente de que en el coste de las medidas (situado siempre en “el elefante”) está el beneficio en tus propios seguidores.
Y pasa, por último, por la credibilidad de quien plantea el discurso. Bill Clinton en la Convención del Partido Demócrata lo fue.