Presentación de la sentencia
La sentencia Hustler v. Falwell plantea un supuesto límite dentro de la protección constitucional de la libertad de expresión y que pudo haber puesto en cuestión alguno de los postulados de la doctrina del Tribunal Supremo en la materia [New York Times v. Sullivan (1964)]. Sin embargo, el Tribunal reafirmó la primacía de la libertad de expresión.
La portada del número correspondiente a noviembre de 1983 de la revista Hustler(de contenido erótico) incluía una parodia de un anuncio del licor Campari. La parodia consistía en que el telepredicador fundanientalista y ultraconservador Jerry Falwell (líder de la por entonces poderosa «Mayoría Moral») aparecía dibujado junto a su madre, ambos en unos lavabos con semblante y actitud ebria, bajo el titular «Jerry Falwell habla sobre su primera vez». La parodia, ofensiva y de evidente mal gusto, pretendía imitar los anuncios de Campari (la publicidad se refería a la primera vez que las personas bebían dicho licor), e incluía entrevistas con varios famosos que hablaban sobre su «primera vez». Aun cuando resultaba evidente, por el final de cada entrevista, que la cosa se refería a la primera vez que habían bebido Campari, los anuncios claramente jugaban con el doble sentido que derivaba del entendimiento general de lo que sea o pueda ser una «primera vez». Copiando la forma y el diseño de estos anuncios de Campari,los editores de Hustler escogieron a Falwell, persona muy conocida, e incluyeron una presunta entrevista en la cual declaraba que su «primera vez» había sido en unos lavabos, borracho, y en una cita con su madre.
Era obvio que la parodia de Hustler retrataba al demandante y a su madre como alcohólicos e inmorales (y de ella se deducía a simple vista que Falwell practica o ha practicado lo contrario de lo que predica en sus sermones cristianos). En la parte interior de la página, en la portada, se avisaba de que «se trata de una parodia -no debe ser tomada en serio-». El índice de la revista asimismo incluía la parodia bajo la rúbrica «Ficción; anuncio y parodia de personalidad». Falwell presentó una demanda por difamación, lesión de su intimidad y causación dolosa de daños morales. Un jurado en el Tribunal de Distrito declaró que la sátira no era difamante (no incurría en libelo) porque estaba claro que ningún lector podía pensar que el señor Falwell realmente realizase la actividad descrita en la revista. Pero sí condenó a la revista a indemnizarle con 200.000 dólares por «causarle deliberadamente un daño o perjuicio moral» (emotional distress), pues para ello no hacía falta probar la falsedad o veracidad de la información. La sentencia fue confirmada en apelación.
El Tribunal Supremo, sin embargo, revocó la sentencia, que había sido impugnada por Larry Flint, el propietario y editor de Hustler. En la sentencia que ahora presentamos dijo que el caso no se refería a afirmaciones ciertas o falsas, sino a la producción de un daño moral como consecuencia de una caricatura, lo cual resulta muy relevante, ya que es evidente que se trata de una ficción, cuya misión es claramente satirizar o distorsionar la realidad. En el mundo de las ideas o de las opiniones no cabe la «verdad» o la «falsedad», sino que, como dijese el juez Holmes en su voto particular discrepante a Abrams v. United States (1919) -núm. 8 de este libro- la bondad o maldad de las ideas se mide en «el mercado de las ideas», no en los tribunales por medio de la demostración de su veracidad o falsedad.
Se reiteró el criterio, ya apuntado en New York Times v. Sullivan (1964) -núm. 19-, de que las personas públicas o de relevancia pública sólo pueden obtener una indemnización de daños y perjuicios en caso de que la publicación falsee dolosamente la realidad o la verdad (y aquí, como se acaba de decir, no se trataba de la realidad, sino de ficción). Que la información o viñeta sea realmente no ya de mal gusto sino vejatoria, y que pretenda provocar un daño moral no son circunstancias por sí mismas suficientes para quebrantar la protección que la 1.ª enmienda garantiza a la libertad de expresión o de información.
También dijo el Tribunal que la crítica y la sátira han jugado siempre un papel importante en la vida política y social norteamericana: esta tradición de libertad podría terminar si las personas con relevancia pública pudiesen perseguir a cualquiera que les ridiculice o satirice. Pablo Salvador pone de manifiesto cuatro matices o posibles vías de crítica la doctrina de Hustler (se aplica sólo a personas con relevancia pública, sólo referido a informaciones igualmente de interés general, se da por supuesto que el carácter de ficción es evidente, y la información deliberadamente falsa pero de tipo chistoso puede quedar impune).
Reproduzco esta presentación de la sentencia y su traducción que hicimos Miguel Beltrán y yo en Las sentencias básicas del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América
SENTENCIA HUSTLER MAGAZINE V. FALWELL (1988)
[…] Este caso nos sitúa ante una nueva cuestión que afecta a las limitaciones que la 1.ª enmienda impone a los poderes públicos cuando pretenden proteger a los ciudadanos frente a los posibles daños morales. Debemos decidir si una persona con relevancia pública tiene derecho a obtener una indemnización por daños de naturaleza emocional o moral causados por la publicación de una parodia ofensiva contra él. sin duda grosera y repugnante a los ojos de muchos. El apelado Sr. Falwell pretende que declaremos que el interés del legislador en la protección de las personas de relevancia pública frente a daños emocionales es suficiente para negar la aplicación de la 1.ª enmienda a informaciones o expresiones claramente ofensivas y que pretenden deliberadamente provocar un daño moral, y ello incluso si tales informaciones pudieran razonablemente ser consideradas como no referidas a hechos reales sobre la persona pública afectada. Pero no vamos a llegar a tal conclusión.
En el corazón de la 1.ª enmienda se encuentra el reconocimiento de la importancia fundamental del libre intercambio de ideas y opiniones en ámbitos de interés público y sus aledaños. «La libre expresión del pensamiento no es sólo un aspecto de la libertad individual -y, por ende, un valor individualmente considerado- sino que es además esencial para la búsqueda común de la verdad y para la vitalidad de la sociedad en su conjunto» (Bose Corp. v. Consumers Union of United States, Inc., 466 US 485, 503-504, 1984). Hemos de estar, por ello, especialmente vigilantes para asegurar que el Gobierno no reprima o castigue la libertad de expresión de las ideas de los ciudadanos. La 1.ª enmienda impide considerar «falsa» una idea (Gertz v. Robert Welch, Inc., 418 US 323, 339 (1974) […].
Un debate político serio, querido y amparado por la 1.ª enmienda, debe permitir la difusión de expresiones que resulten críticas con quienes desempeñan cargos públicos o con aquellas personas que están «íntimamente relacionadas con la resolución de cuestiones de gran trascendencia pública o que, por razón de su fama, participan en la toma de conciencia en áreas de relevancia para la sociedad» [Associated Press v. Walker dictada junto a Curtis Publishing Co., v. Butts 388 US 130, 164 (1967), voto particular concurrente del Chief Justice Warren]. El juez Frankfurter lo expresó en Baumgartner v. United States, 322 US 665, 673-674 (1944), cuando afirmó que «una de las prerrogativas de la ciudadanía americana es el derecho a criticar públicamente a hombres y a sus decisiones y actuaciones». Tal crítica, inevitablemente, no puede ser siempre razonada o moderada, pues los personajes públicos, al igual que las autoridades públicas, están sujetos a «ataques vehementes, satíricos, y en ocasiones muy ácidos y desagradables» (New York Times v. Sullivan, 1964, en la p. 270) […]. Por supuesto, esto no significa que toda expresión o información referida a una persona de relevancia pública esté protegida frente a cualquier reclamación judicial por daños. Desde la sentencia New York Times Co., v. Sullivan, 376 US 254 (1964), hemos declarado reiteradamente que una persona con relevancia pública puede tener derecho a ser indemnizada por alguien que se expresa en público y lesiona su reputación mediante la publicación de una declaración o información difamatoria, pero sólo si esta es realizada «con conocimiento de que es falsa o con temerario desprecio hacia la circunstancia de si es falsa o cierta». Afirmar falsamente un hecho reviste particular gravedad, por cuanto interfiere en la función de búsqueda de la verdad (relevante en el intercambio de ideas) y puede causar daños en la reputación individual que no pueden ser fácilmente reparados por réplicas o desmentidos, aunque sean convincentes o efectivos (Gertz, 418 US 340, en la p. 344, nota 9). Pero incluso las falsedades tienen un cierto valor, aunque pequeño, por cuanto que son «inevitables en un debate libre» (ídem en la p. 340); y una norma que quisiera imponer una estricta responsabilidad a un editor por falsedad en las afirmaciones sobre los hechos que publica tendría un indudable efecto de coartar la información sobre las personas de relevancia pública, que tiene indudable valor constitucional. «Las libertades de expresión requieren “espacio para respirar”» Philadelphia Newspapers Inc., v. Hepps 475 US 767, 772 (1986) (citando New York Times, supra, en la p. 272). Este espacio de libertad está garantizado por la 1.ª enmienda, regla constitucional que permite a las personas de relevancia pública demandar por libelo o por difamación sólo cuando pueden demostrar tanto que la afirmación es falsa como que ha sido publicada con conocimiento de su falsedad.
El Sr. Falwell, como parte apelada, argumenta sin embargo que en este caso debería aplicarse un criterio diferente, ya que el Estado busca prevenir no ya daños en la reputación sino el daño emocional grave sufrido por una persona que ha sido la víctima de una publicación ofensiva [Zacchini v. Scripps Howard Broadcasting Co., 433 US 562 (1977), donde dijimos que el estándar del «dolo real» no se aplica a la responsabilidad por apropiación del derecho de publicación]. Desde su punto de vista, que comparte el Tribunal de Apelación, si la información pretendía provocar daños morales y de hecho era ofensiva o injuriosa, carece de relevancia constitucional si se trataba de un hecho o por el contrario de una opinión, o si la información era cierta o falsa. Lo que desencadena la responsabilidad es entonces la intención de injuriar, de manera que el interés del poder público en impedir o castigar los daños morales, sencillamente, es mayor que el interés que las personas puedan tener en difundir este tipo de información.
Generalmente el Derecho no protege el intento de causar daños morales, y es pues fácilmente comprensible que la mayoría, si no todos, de los sistemas jurídicos hayan optado por castigarlo civilmente cuando la conducta en cuestión es demasiado flagrante. Pero cuando se aborda la cuestión en relación con los asuntos públicos, hay muchas cosas cuyas motivaciones son poco nobles y que pese a ello están protegidas por la 1.ª enmienda. En Garrison v. Louisiana, 379 US 64 (1964) dijimos que incluso cuando un orador o un escritor actúan movidos por el odio o la cólera su discurso está protegido por la 1.ª enmienda:
«El debate sobre los asuntos públicos no será libre si quien participa en él corre el riesgo de ser conducido a un Tribunal si se expresa con odio; incluso si se habla con odio, las manifestaciones o ideas en las que honestamente se cree contribuyen al libre intercambio de ideas y al esclarecimiento de la verdad» (id. en la p. 73).
Así como en otros ámbitos esta circunstancia sí merece ser castigada desde la responsabilidad por daños, en relación con el debate social relativo a las personas con relevancia pública, semejante discurso está protegido por la 1.ª enmienda.
De no ser así, sería casi seguro que los caricaturistas políticos y satíricos estarían sujetos a responsabilidad por daños morales sin ni siquiera ser necesario que su trabajo difame a la persona a quien representa. Webster’s define la caricatura como «el dibujo o pintura que distorsiona deliberadamente o imita a una persona, estilo literario, etc., mediante la exageración de las facciones o ademanes con intención satírica» (Webster’s New Unabridged Twentieth Century Dictionary of the English Language, p. 275, 2.ª ed., 1979). El atractivo o razón de ser de la caricatura política se suele basar en la explotación de rasgos físicos o acontecimientos políticos embarazosos, una explotación a menudo calculada para ofender los sentimientos de quien ha sido caricaturizado. El arte del caricaturista no suele ser razonado o imparcial, sino mordaz y directo. Un caricaturista expresó así la naturaleza de su trabajo:
«Dibujar caricaturas políticas es un arma de ataque, de escarnio, de ridículo y de sátira; es menos efectiva cuando pretende dar una palmadita algún político en la espalda. Normalmente es tan bien venida como una picadura de avispa y es siempre objeto de controversia en ciertos ámbitos»; Long, «The Political Cartoon: Journalism’s Strongest Weapon», The Quill, 56-57 (noviembre de 1962).
Existen muchos ejemplos famosos de este tipo de expresión intencionadamente injuriosa, dibujados por Thomas Nast, posiblemente el mejor caricaturista de la historia, que se asoció durante la etapa posterior a la guerra civil con Harper’s Weekly. En las páginas de esta publicación realizó una vendetta gráfica contra William M. «Boss» Tweed y sus socios corruptos de Nueva York. Uno de los historiadores del periodo lo describe como «un ataque sostenido cuya pasión y efectividad permanece en los anales de la historia del arte gráfico de América» (M. Keller, The Art and Politics of Thomas Nast, p. 177, 1968). Otro escritor explica que el éxito de las viñetas de Nast se explica por «el impacto emociona] de su presentación. Iba continuamente más allá de los límites del buen gusto y de las costumbres convencionales» (C. Press, The Political Cartoon, p. 251, 1981).
A pesar de su carácter en ocasiones cáustico, desde las primeras viñetas que retrataban a George Washington como un culo abajo hasta la época actual, los dibujos y las viñetas satíricas han jugado un papel destacado en el debate público y político. El castigo de Nast a Tweed Ring, la caracterización de Walt McDougall del banquete del candidato a presidente James G. Blaine con los millonarios en Delmonico como El festín real de Bleshazzar y otros muchos ejemplos han tenido su efecto en el debate contemporáneo. La altura de Lincoln, de aspecto delgaducho; las gafas y los dientes de Teddy Roosevelt, y Franklin D. Roosevelt con la mandíbula desencajada y un cigarrillo han pasado a la posteridad gracias a las caricaturas y viñetas políticas de un modo tal que no podría haber sido obtenido por un fotógrafo o con un retrato de artista. Desde el punto de vista de la historia es claro que nuestro discurso político hubiera sido bastante más pobre sin estas caricaturas.
El apelado afirma, sin embargo, que la caricatura en cuestión es tan «extrema» que debe considerarse como algo muy distinto de las viñetas políticas tradicionales. No hay duda de que la caricatura del demandante y su madre publicada en Hustler es en el mejor de los casos un primo lejano de las viñetas políticas que acabamos de describir. Si fuese posible adoptar un criterio en virtud del cual separar una cosa de la otra, acaso el discurso público no se resentiría demasiado. Pero dudamos de que exista tal criterio, y estamos convencidos de que la peyorativa descripción de «ultrajante» en ninguna caso sirve como tal criterio. En el discurso social y político, «ultrajante» tiene un significado intrínsecamente subjetivo, sobre el que el jurado condena por daños, basándose en los gustos o puntos de vista de sus miembros o, quizás, en su desagrado ante una determinada expresión. Por ello adoptar como criterio el carácter «ultrajante» no es compatible con nuestra jurisprudencia que impide condenar por daños por el mero hecho de que la expresión de que se trate tenga un impacto emocionalmente negativo en el público [NAACP v. Clairborne Hardware Co., 458 US 886, 910 (1982): «La palabra no deja de estar protegida sólo porque pueda molestar a otras personas u obligarles a actuar»]. Y, como señalamos en FCC v. Pacifica Foundation, 483 US 726 (1978):
«El hecho de que la sociedad pueda considerar ofensiva una expresión no es razón suficiente para suprimirla. Al contrario, si la opinión de quien la expresa resulta ofensiva, ello puede ser un motivo para que esté constitucionalmente protegida: porque que el Gobierno debe permanecer neutral en el mercado de las ideas es uno de los elementos centrales de la 1.ª enmienda» (id, en las pp. 745-746).
Véase además Street v. New York 394 US 576, 592 (1969). («Es un criterio firmemente asentado que la expresión pública de las ideas no puede prohibirse porque las ideas en sí mismas resulten ofensivas para algunas personas»).
Es claro que estos tantas veces repetidos principios de la 1.ª enmienda, al igual que otros, no son ilimitados ni absolutos. En Pacifica Foundation señalamos que la expresión «vulgar, ofensiva y chocante», «no merece completa protección constitucional en todas las circunstancias» (438 US en la p. 747). En Chaplinsky v. New Hampsire, 315 US 568 (1942) declaramos que un Estado puede válidamente castigar a una persona que profiera palabras insultantes «o de odio y provocación, que por su simple manifestación resulten injuriosas o tiendan a incitar o provocar un quebranto inmediato del orden público». Estas limitaciones van en el mismo sentido que lo que dijimos en Dun & Bradstreet Inc., v. Greenmoss Builders Inc., 472 US 749, 758 (1985), esto es, que este Tribunal ha «reconocido desde hace tiempo que no todas las expresiones tienen la misma importancia en relación con la 1.ª enmienda». Sin embargo, al tipo de expresión o discurso a que se refiere el presente caso no nos parece que se apliquen las excepciones a la regla general de libertad de la 1.ª enmienda a que acabamos de aludir.
Concluimos pues que los personajes públicos y los cargos públicos no tienen derecho a ser indemnizados por los daños morales que deliberadamente les causen publicaciones como las que de aquí se trata, no habiendo acreditado además que la publicación contenga afirmaciones falsas realizadas con malicia y conocimiento de su falsedad o con temerario desprecio hacia la circunstancia de si son falsas o ciertas. Esto no es una aplicación a ciegas del estándar de la sentencia New York Times v. Sullivan [Time, Inc. V. Hill 385 US 374, 390, (1967)], sino que consideramos que este criterio es necesario para proporcionar a las libertades protegidas por la 1.ª enmienda un «espacio para respirar».
En este caso está claro que el apelado Sr. Falwell es una «persona pública» a los efectos de la 1.ª enmienda[1]. En primera instancia, al examinar su demanda por difamación, el jurado falló contra él al considerar que el anuncio o parodia de la revista Hustler no podía «ser verosímilmente entendida en el sentido de describir hechos reales relativos al señor Falwell o acontecimientos verídicos en los cuales ha participado». El Tribunal de Apelación interpretó esta apreciación del jurado en el sentido de que el anuncio «no era razonablemente creíble», y, conforme a nuestra costumbre, aceptamos este planteamiento. Así que el apelado sólo consiguió una condena por daños, por habérsele causado intencionadamente un perjuicio moral mediante la alegación de una conducta ultrajante. Pero por las razones expuestas con anterioridad tal cosa no es susceptible, de acuerdo con la 1.ª enmienda, de fundamentar una condena por daños cuando la conducta en discusión es la publicación de una caricatura, como lo es la parodia a que se refiere el presente caso. De acuerdo con ello revocamos la sentencia del Tribunal de Apelación.
[1] (Nota 5 de la sentencia.) Ninguna de las partes ha cuestionado este dato. El apelado es el anfitrión de un programa televisivo de ámbito nacional y fue el fundador y Presidente de una organización política conocida habitualmente como la «Mayoría Moral». Es, asimismo, el fundador de la Liberty University, en Lynchburg, Virginia, y es el autor de muchos libros y publicaciones [Who’s in America 849 (44.ª ed., 1986-1987)].