La aparición de un caso de corrupción, o de mala honorabilidad en la gestión pública, supone que, desde los partidos políticos, se repita el mismo mensaje: hay que esperar a alguna fase del procedimiento penal para ver si existe responsabilidad política. Se recuerda, a renglón seguido, la presunción de inocencia y se insiste (o no, dependiendo del supuesto) en si ha habido enriquecimiento o no por parte del responsable político.
Esta vinculación entre la responsabilidad penal y la responsabilidad política la debemos a uno de los primeros casos, el de Juan Guerra. La absolución de Demetrio Madrid -que sí había dimitido como Presidente de la Junta de Castilla y León cuando apareció el caso- como responsable de un delito de prevaricación fue otro factor que favoreció a vincular lo uno con lo otro.
La realidad es que, pese al vínculo que pudiera existir, no hay relación directa entre la responsabilidad penal y la responsabilidad política. La razón es sencilla: hay casos en los que la responsabilidad política no depende de un comportamiento delictivo y hay casos en los que pese a existir apariencia de delito no se puede condenar como consecuencia de que las reglas del proceso penal conduzcan a cualquiera de las circunstancias que determinan la irresponsabilidad del encausado.
Pongamos un ejemplo. Una importante política del Partido Popular fue encausada en la operación Gürtel. Durante la tramitación del procedimiento, el Juez instructor determinó que el delito había prescrito y por ello no continuó la tramitación del procedimiento contra ella. ¿Realmente podemos decir que es políticamente irresponsable? No parece admisible.
De hecho, algunos de las conductas ilícitas que se vinculan con la corrupción -las vinculadas con el no pago a hacienda, que es de los más utilizados para determinar un comportamiento corrupto, así como el uso excesivo de efectivo o los incrementos patrimoniales- tienen un plazo de prescripción anormalmente bajo. O cuando se analiza un comportamiento como el cohecho impropio, la vinculación entre los indicios y las pruebas a los efectos de determinar la responsabilidad penal son muy complicados, demasiado complejos. De hecho, lo acaecido en las negociaciones entre el Partido Popular y Ciudadanos en 2016 sobre qué es corrupción no es sino la prueba mejor de que si vinculamos ambos ámbitos nos estamos haciendo trampas al solitario.
Por ello hemos de hacer un esfuerzo intelectual para aislar ambos comportamientos. Cuando se señala que un determinado partido político ha pagado las obras de su sede con dinero negro; la responsabilidad penal del Presidente o la Secretaria General del Partido puede no aparecer. Pero, sin lugar a dudas, son políticamente responsables, porque en su organización ha aparecido un caso de esta naturaleza.
Al igual que cuando se produce una designación de una persona que viola la confianza y se corrompe. Hay responsabilidad política, aunque no la haya penal. Un supuesto similar ocurre cuando un familiar cercano se enriquece de forma torticera aprovechando la relación familiar.
No se puede decir que no existen mecanismos para buscar esa responsabilidad. Si aplicásemos los mecanismos de compliance del sector privado al ámbito de lo público, desde luego el responsable de una campaña electoral en la cual se generó la corrupción sería responsable político. O cuando un partido es responsable civil de delito alguien debe asumir la responsabilidad política, por acción u omisión, consciente o inconsciente. Y, como decía antes, cuando se nombra a alguien, hay responsabilidad política si se corrompe.
En este punto, creo que la responsabilidad política es más exigente que la responsabilidad penal. El desempeño de un cargo público no se puede medir sólo por el Código Penal. Desde luego que hay medios externos, como puede ser la reprobación de un político en el Congreso de los Diputados que debería conducir automáticamente a la renuncia del reprobado. Precisamente por ello, habría que mejorar las formas de control del Gobierno por parte del Parlamento.
Pero también cuando la gravedad del asunto nos lleva a esa conclusión. Un plagio en una tesis doctoral, por ejemplo. Un problema pequeño que sin embargo dice mucho de la persona que lo hace: demuestra la falta de honorabilidad del plagiante que le hace durante un tiempo ser indigno para desempeñar un cargo público. Pasó así en Alemania y dudo mucho que en España ocurriera algo parecido.
Resulta bastante patético observar las huidas de los cazados en conductas inmorales. O las explicaciones que resultan totalmente inconsistentes pero que les permiten seguir en el puesto. La sucesión de contradicciones y los papeles que van surgiendo a lo largo de los días y que impiden que el asunto se olvide. Algo que les hace daño a ellos, a su partido y a la Administración.
Desde luego, desde la perspectiva del indigno, no se debe afrontar la actividad pública con la misma eficacia cuando lo principal es intentar encontrar una justificación de su conducta. Por ello, el responsable de los nombramientos debería actuar en consecuencia y proceder al cese del responsable político. Y a la hora de configurar las listas electorales, de igual forma, habría que tomar nota y no incluir a aquellos que están o pueden estar en un caso de esta naturaleza
En algún momento nos daremos cuenta de que cuando estamos aislando comportamientos como consecuencia de la fase del procedimiento penal en el que se encuentren, estamos perjudicando la gestión pública, la confianza de los ciudadanos en las instituciones y el propio funcionamiento democrático (ya que alguno pensará que el encausado es «comprable»). Y esto no resulta admisible. Al igual que tendremos que dejar de decir, más temprano que tarde, que una victoria electoral sana la corrupción.
Y, por cierto, recordemos que siempre que hay un corrupto siempre hay un corruptor. Se puede acumular la doble condición pero habitualmente no es así.