La suspensión del procedimiento legislativo por parte del Tribunal Constitucional es un hecho histórico. Es la primera vez que ocurre y, esperemos que sea la última; aunque en este caso se aplica el dicho de mantenerla y no enmendarla.
La sustracción del procedimiento legislativo por parte del Tribunal Constitucional a través de un procedimiento no contemplado en la norma y sin razones de fondo para ello, la anormalidad/ilegalidad de que los recusados voten sobre su recusación (algo que no ocurre ni en el procedimiento administrativo ni en los procesos judiciales, cuya norma es de aplicación a este caso), la falta de sentido institucional que tuvieron los dos afectados, González-Trevijano y Narváez (y que contrasta con lo que hicieron, cuando fueron recusados, María Emilia Casas y Guillermo Jiménez, en donde el Auto 387/2007, de 16 de octubre, el Pleno aceptó las abstenciones afirmando que “la apariencia de imparcialidad ha de ser especialmente exigible cuando lo que el Tribunal juzga es su propia Ley Orgánica, dada la muy singular y relevante posición que ocupa dicha Ley en nuestro Ordenamiento para garantizar la efectividad del orden constitucional” ) puede ser calificado de muchas formas, en un debate que puede ser estéril, pero que entra en lo que es una manifestación del neogolpismo, al que he hecho referencia en otra ocasión.
Pero no estamos aquí para jugar a los diccionarios sino para hablar de un problema constitucional.
Paradójicamente, la situación no se debe limitar a este problema puntual sino que tiene una trayectoria de años, que afecta al país y a la propia consideración de España.
El bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial desde hace cuatro años por parte del Partido Popular (y sus aliados electorales) es otra manifestación de voluntad manifesta de incumplir la Constitución en una de las reglas más claras que tiene (“nombrados por el Rey por un período de cinco años”, artículo 122). Lo cual se inserta en una práctica constante de retardo de la renovación de órganos constitucionales cuando no tienen mayoría parlamentaria.
Igual que el hecho de que, por razones no exteriorizadas pero que se pueden presumir fácilmente, ocho integrantes del Consejo General del Poder Judicial hayan bloqueado la renovación de dos Magistrados del Tribunal Constitucional, incumpliendo lo que dice la Ley.
En este contexto, de la renovación del Magistrado Alfredo Montoya, que dimitió por razones de salud, no hablamos. Pero esto incorpora otro incumplimiento de las reglas recogidas en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional sobre la sustitución de Magistrados. Y aquí la dificultad es mayor por cuanto que ha de elegirlo el Senado.
Cuando se analiza esta cuestión, no me vale la equidistancia que supone afirmar que los partidos del Gobierno han usado el debate sobre otra norma para modificar la elección de Magistrados. Sin duda se podría haber hecho mejor, a través del procedimiento de una proposición de ley que venga de cero. Pero, al mismo, tiempo, es la respuesta institucional a todo lo anterior, al bloqueo institucional que ha de ser resuelta por los representantes de la soberanía popular.
Ya no hay excusas para seguir haciendo como el necio que miraba el dedo (la utilización de enmiendas durante la tramitación de un procedimiento legislativo) del sabio que señalaba la luna (los cuatro años de bloqueo institucional).
Ni me vale el ataque de ignorancia constitucional de aquellos que opinan que el PSOE y PODEMOS tenían que haber solicitado informes al Consejo de Estado o al Consejo General del Poder Judicial, cuando esto sólo lo tiene que hacer el Gobierno. Espero que no estén afirmando que los grupos parlamentarios que sostienen al Gobierno y sus diputados no pueden presentar proposiciones de ley.
Creo, ademas, que en esta crisis institucional, la más grave que hemos padecido en nuestra vida constitucional junto con la de Cataluña, hay un silencio clamoroso que se puede llevar por delante la institución. Sí, el del Rey, el del poder que “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones” (artículo 56 de la Constitución).
Discrepo de lo afirmado hoy por Pedro Cruz de que es un último cartucho y que por ello no se debería reclamar tanto su utilización. Precisamente, es que en esto estamos, en soluciones para resolver lo inaceptable que está afectando al funcionamiento del garante máximo de la Constitución: el bloqueo institucional porque no se aceptan las consecuencias de un resultado electoral.
Todo ello compone un cuadro asfixiante sobre el lugar al que los incumplidores de la Constitución están llevando la política nacional, en donde cuanto peor, mejor. De hecho, lo único que queda claro es, frente a los que de forma naïf lo negaban, que el Derecho es un elemento de la política y que los jueces hacen política, a diario.
Por ello, un recordatorio al patriotismo constitucional -el patriotismo también es esto, no sólo llevar y exhibir banderas y pulseras- no está de más; sobre todo a aquellos que llevan años incumpliendo preceptos claros del texto constitucional, amparados en el hecho de que no tiene sanción de ningún tipo.