La añoranza se define, entre otros modos, como pena por la pérdida de algo que alguna vez se tuvo. No faltará quien diga que en el funcionamiento jurídico de nuestro Estado hay cosas que no se han tenido nunca, por lo que no pueden ser añoradas. Pero esa pesimista apreciación no puede ser aceptada sin más, pues es confundir la lentitud del sistema en reaccionar frente a focos infecciosos con el descarado desprecio por el sistema mismo. Algunos hechos o sucesos aclararán mejor esta idea.

  Los que vivimos en Cataluña, siendo catalanes no independentistas, no podemos evitar soñar con una realidad política en la que hubiera alguna muestra de respeto a la Constitución, en contraste con la obscena y permanente exhibición de desprecio al Estado de Derecho que, de acuerdo con los cánones morales de los que controlan el cotarro, es el mejor signo de identidad de un buen catalán. Y lo peor es que los Poderes del Estado practican con maestría el arte de mirar para otro lado, lo cual anima a los exhibicionistas a hacer lo que les viene en gana, a la vez que desespera a todos los que, legítimamente, pudieran esperar otras actitudes.

  Por estos días se ha producido la reelección de Sergio Mattarella como Presidente de la República italiana, la noticia es sobradamente conocida y no voy a referirme a ella, salvo a un aspecto: lo que más se valora por parte de la ciudadanía italiana de un caballero de intachable probidad, ha sido precisamente su insobornable defensa de la Constitución y de los grandes principios que han conformado la mejor esencia de la República, y para ello no le ha temblado el pulso, en su momento, en promover un Primer ministro al margen de los intereses más egoístas de los Partidos, o en negarse a convocar elecciones solo porque eso conviniera al tacticismo de los Partidos, o rehusar firmar una Ley por apreciar en ella óbices de constitucionalidad o vetar el nombramiento de un ministro porque promovía políticas contrarias al interés nacional, como era la idea de abandonar la UE.

 Esta mención a alguno de los actos del Presidente italiano la he hecho solamente para subrayar que su grandeza se basa en algo tan simple y grande como la defensa indesmayable del orden constitucional y del interés de la Nación italiana, justamente lo que en España generaría, como mucho, cortés indiferencia y, en el caso concreto de Cataluña, abierto rechazo y condena del invasor o traidor, que sería quién defendiera ideas semejantes. Y eso, que no se dice abiertamente, se resume fácilmente: la defensa de la Constitución española es, para el bloque políticamente dominante en Cataluña, una especie de agresión invasiva que no respeta la idea esencial de que España es otra Nación, y, por lo tanto, carece de legitimidad ni formal ni material para intentar imponer “sus leyes” en una Cataluña militarmente “sojuzgada”.

 Ya sé que ese es una análisis de brocha gorda del pensamiento independentista, pero el análisis frío y profundo arroja conclusiones mucho peores, tanto en lo que se refiere a las “bases conceptuales” como a la realidad y viabilidad del supuesto proyecto, que, de momento, y por mucho tiempo, no sirve para otra cosa que para helar la esperanza de un futuro de concordia y progreso.

El drama, partiendo de esa disposición ideológica, arroja una entrega tras otra, componiendo un culebrón tan grotesco como insultante. Y para muestra, alguno de los recientes episodios: a la sentencia sobre la obligación de que el castellano sea enseñado también en Cataluña se la ha tildado, con el aplauso de las peñas habituales, de “155 lingüístico”. Entre tanto, el TSJ de Cataluña ha declarado la firmeza de la sentencia del TS que obliga a impartir un 25% de castellano. Por su parte, la Generalitat ha anunciado la preparación de una norma reglamentaria específicamente orientada a evitar el cumplimiento de la sentencia. Los analistas más prudentes señalan que quizás marcar un porcentaje aritmético como hace el Tribunal al indicar el 25% era innecesario y hubiera bastado con referirse a una “enseñanza suficiente”. Tal vez sea así, pero no hay que engañarse: para un buen independentista el castellano merece el mismo respeto que el serbocroata o el holandés, y, además, es el idioma del “invasor” y, por eso mismo, debe ser arrancado de la faz de la tierra. La “cooficialidad” de ambas lenguas es una imposición a Cataluña que debe ser ignorada.

  Otra entrega del culebrón es la negativa a reconocer la jurisdicción de la Junta Electoral Central, que se ha permitido cuestionar la independencia del Parlamento catalán en relación con la suspensión de un diputado condenado a pena de inhabilitación. La señora que ocupa la Presidencia de la Cámara catalana se niega a aceptar esa “interpretación” de la JEC, a la que opone su propia “interpretación”, que, a diferencia de la de la JEC, está adornada con la aureola de la independencia natural de Cataluña, la cual traspasa con su luz a todos los conflictos, y eso, traducido, quiere decir que la JEC pretende imponerse a la “independencia del Parlamento”, puro reflejo de la otra. Por supuesto que la decisión de la JEC puede ser analizada y criticada, como puede serlo la sentencia que condenó al mentado diputado, pero nada de eso habilita a la Presidenta de la Cámara legislativa para decidir suspender las actividades de esta.

  Dicha señora, a su vez, está pendiente de un proceso penal que previsiblemente, y aunque sea presentado como maniobra del invasor, puede concluir con su condena por delitos relacionados con la corrupción pública y, con ello,  la correlativa suspensión y fin de su carrera política, desenlace que la susodicha no está dispuesta a aceptar. La cerrada defensa del diputado condenado, que, según la Presidenta, ha de retener su acta hasta que la sentencia alcance definitiva firmeza agotados todos los recursos ordinarios y extraordinarios, solo se entiende del todo como “anticipo” de su propio programa futuro.

   Pero lo más ridículo y, a la vez patético, es la decisión de suspender la actividad parlamentaria a modo de huelga para protestar por la inhabilitación del diputado. En ejecución del plan, los diputados independentistas se han retirado de las diferentes comisiones para provocar la suspensión por falta de quorum. Cerrar o suspender la actividad del Parlamento durante el período de sesiones carece de precedentes, pues ni siquiera se hizo durante el estado de alarma. Pero da igual: todo sea ad maiorem gloriam de la causa independentista, pues, a la postre, lo que tenga que ser de la suspensión será, como sucedió con el anterior caso protagonizado por el inefable Quim Torra, que terminó perdiendo el escaño.

   Plato fuerte, en especial porque esta rodeado de sacralización política que bendice y legitima todo lo que se haga y diga del Gran Fugado (GF), es Carles Puigdemont. Nadie en Cataluña puede osar a plantear públicamente preguntas sobre la financiación de los gastos del GF y su Casa de la República, pero las peores sospechas se alimentan solas. Eso, siendo grave, es nada en comparación con los anuncios que hace el personaje sobre su regreso a España este mismo año, con gran corte de mangas para el Tribunal Supremo y para el propio Gobierno del Estado. Es cierto que, para que eso sea posible, hacen falta algunas condiciones, en especial, que prospere su recurso presentado en el Parlamento europeo contra la retirada de su inmunidad y que decida en su favor el TJUE sobre el alcance de las euroórdenes. Si, además, el TJUE decide que puede circular libremente, se entenderá (por él y por su gente) y que eso incluye el territorio español y, por supuesto, alcanza a los delitos cometidos antes de obtener el acta de eurodiputado.

  Todo tiene una buena dosis de derecho-ficción, pero es lo que hay, y para acabar de ofender a cualquier constitucionalista, el tema se redondea afirmando que el regreso del GF devolvería a primera línea de acción política la declaración unilateral de independencia (anuncio, pues, de un nuevo delito grave), y la antes mentada Sra. Borrás, asegura que será la oportunidad para culminar la independencia. Si hay o no un programa de respuesta del Estado es cosa que queda en la penumbra, pero lo que se proclama sin disimulo es que la vuelta de Carles el Deseado será el toque de clarín para alzarse nuevamente contra el Estado, eso sí, “pacíficamente”. Delito programado y anunciado, al margen de que luego haya agallas para llevarlo a cabo, pero, de momento, vituperio del Estado.

  No se puede cerrar esta pequeña y depresiva glosa sin mencionar otros problemas pendientes cuya importancia parece no existir, pese a que amplía el abanico de responsables de la penosa situación del Estado de Derecho. El primero: la anunciada y no ejecutada revisión de todos los delitos relativos al respeto a la Constitución, en especial los que atañen a lo que se viene en llamar la “lealtad constitucional”. Basta recordar la polémica sobre la calificación que merecían las hazañas de octubre de 2017 en Cataluña para comprender que era inaplazable la puesta al día de una parte del Código que necesita urgentemente una puesta al día. Pero esa urgencia no es compartida.

  No acaban ahí la larga lista de necesidades jurídicas, y los problemas son multicolor. Uno puede ser el régimen de ejercicio del derecho de sufragio pasivo, y la conveniencia de no permitir que pueda presentarse a una elección quien está en situación de rebeldía, así como las condiciones de conservación del cargo obtenido por elección, en caso de que sobrevenga una condena penal. Nada malo sucedería por poner un poco de orden que evite un espectáculo que se repite una y otra vez.

   Tampoco iría mal una Ley de Indulto adecuada al siglo XXI, pues la vetusta y vigente ya ha demostrado suficientemente sus pocas virtudes y sus muchas carencias. El último espectáculo, motivado por los recursos contra la concesión de la gracia a los independentistas catalanes, ha sido lamentable. Puede aceptarse que el ejercicio de la gracia no puede ser cuestionado más que por razones formales, y, entre éstas, la motivación, que, por cierto, no ha de ser una explicación satisfactoria para todos, sino la que el Gobierno estime que ha pesado en su ánimo. Por lo tanto, el control no llega a los aspectos de índole material, esto es, lo que concierne a la suficiencia y razonabilidad de la motivación. Por lo tanto, el Tribunal Supremo no admite una revisión que alcance al criterio que ha guiado el ejercicio de la gracia.

La puerta a la arbitrariedad queda abierta inevitablemente, pero eso no se puede evitar en el estado actual de la institución del indulto. Pero lo que no puede admitirse en modo alguno es que la cuestión de la legitimación para impugnar la concesión de la gracia esté también en el terreno de lo debatible, de modo que una Sala de justicia se parta entre los jueces que entienden que los Partidos políticos pueden impugnar hayan sido o no parte y los que consideran que no estás legitimados.

 Termino por donde empecé: el edificio de nuestro Estado de Derecho padece una grave aluminosis, pero no parece preocupar lo suficiente.

 

Gonzalo Quintero Olivares, Catedrático de Derecho Penal y Abogado