Una nueva tragedia acaecida en Melilla con ocasión de un intento violento de entrada en España ha llevado otra vez a primer plano el problema de la inmigración y de la legitimidad o legalidad de impedir por la fuerza los intentos violentos de entrada en España. Se han dicho muchas cosas, abundando verdades y desatinos, pero lo único indiscutible es la magnitud del drama y la enorme dificultad para encontrar una solución de futuro.

   Es incuestionable que el continente africano – y me limito a África por seguir los datos de la última tragedia, no porque sea el único espacio del planeta que sufre el drama – genera legiones de desesperados que buscan una vida algo mejor que la que pueden encontrar en sus países de origen, y tan grande y comprensible es ese anhelo vital que ningún obstáculo o amenaza de detención o, incluso, el riesgo físico o de muerte, les puede arredrar en la hora de intentar saltar una valla o echarse al mar en una patera.Los datos de ahogados o desaparecidos son estremecedores, y a eso se han de añadir los ulteriores problemas derivados de la insuficiencia de infraestructuras de acogida, el problema de los menores no acompañados, o las zarpazos de las organizaciones dedicadas a la trata y explotación de seres humanos.

 Amplia es también la relación de dislates que se han podido oír, especialmente en lo que concierne a señalar a los culpables y a las soluciones. Desde el Gobierno han acusado a las mafias que explotan  la inmigración ilegal, y desde la oposición (que básicamente está en el propio Gobierno) se sostiene que la culpa es del Gobierno por haber dejado manos libres a Marruecos para que resolviera el problema como mejor le conviniera y, por supuesto, sin exigir que respetara los derechos humanos, ¡como si fuera posible la idea de “exigir” a un Estado como el marroquí, que no conoce otra regla que su puntual interés en cada momento!, lo cual puede llevar a dejar la puerta abierta de par en par o a masacrar a los que intenten saltarse las reglas.

 Desde UP se clama por modificar el modelo migratorio y el sistema de externalización de fronteras, o, en otras palabras, y aunque no se diga abiertamente, eliminar restricciones y suprimir las vallas y la cooperación de Marruecos. Por supuesto que todo se reviste con la invocación de la necesidad de respetar los derechos humanos, objetivo incompatible con el actual sistema. Por otra parte, tanto UP como la Fiscalía General quieren investigar lo sucedido en la frontera de Melilla. Pero el problema, no pequeño, es que el drama se desarrolló en territorio marroquí, y eso condiciona el alcance que pueda tener una investigación que quiera ir más allá de las estremecedoras imágenes que se han difundido.

Por encima de la tragedia  flota un problema humano y jurídico que se resume fácilmente: qué hacer ante el fenómeno de la inmigración masiva, y ante ese problema las respuestas se escinden en muchas direcciones, que podemos también reducir a dos: permitir la inmigración, sin límite alguno, facilitando la entrada en España, o, por el contrario, limitar el flujo de inmigrantes que pueden ser acogidos, luchando con todas las medidas posibles contra los que no quepan.

Cada una de esas posiciones lleva tras sí una argumentación, pero si empezamos, como es lógico, por la base de la cuestión habrá que convenir que esa es, necesariamente, la existencia o inexistencia de un derecho a migrar que incluiría el derecho a entrar en un país diferente del propio. En relación con ello hay quienes opinan que las migraciones son una constante en la historia de la humanidad, lo cual es cierto, y, además, está reconocido el derecho a migrar por leyes internacionales, lo cual también es cierto si se interpreta estrictamente, esto es, entendido como derecho a salir del propio Estado y regresar a él, pero no si se extiende al derecho a entrar en otro Estado, derecho que actualmente no existe.

 La inexistencia de ese derecho coexiste con el deber de todo Estado que pertenezca al grupo de los que respetan los derechos humanos, a proteger jurídicamente al extranjero que se encuentra en su territorio,aunque sea en situación irregular, pues los inmigrantes ( o migrantes) componen un colectivo muy vulnerable, expuesto a toda clase de abusos, pero no es cierto, como a veces se dice, que los Estados tengan que reconocer a todos los que se encuentran en su territorio los mismos derechos, con independencia de que sean o no nacionales. El derecho internacional obliga a los Estados a proteger a los migrantes, social y jurídicamente, y eso incluye, por supuesto, la regulación de las condiciones para la expulsión o devolución. En esa línea se sitúan los deberes asumidos por España con su adhesión aPacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular firmado en Marrakech en 2018. Uno de los puntos principales de dicho acuerdo es el deber de los Estados, no solo de respetar los derechos de los migrantes, sino de establecer vías legales para la inmigración, que es algo muy diferente de un ilimitado deber de acogida.

  También el art.13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama que toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir el lugar de su residencia, pero eso, que es la libertad de circulación, no incluye el derecho a entrar y establecerse en un país diferente del propio, y, a su vez, el art.12 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 23 de marzo de 1976  declara que el derecho a circular libremente lo tienen las personas que residen legalmente en un Estado, pero, evidentemente, será ese Estado a través de su propio derecho el que decidirá quiénes son los que tienen esa condición, así como quiénes o cuántas personas pueden entrar en su territorio, y en esa facultad ningún Estado acepta limitaciones impuestas por organismos internacionales o instrumentos jurídicos en los que no ha participado. En cambio, un ejemplo de regulación supranacional lo ofrece el  Tratado de Schengen de 1985, aunque su alcance se limite a Estados de la UE.

  Los Estados pueden establecer acuerdos bilaterales, como es el que suscribieron España y Marruecos el 13 de febrero de 2019 (aunque no ha aparecido en el BOE hasta abril de 2022) sobre cooperación en materia de seguridad y de lucha contra la delincuencia, especialmente el terrorismo o la trata de seres humanos e inmigración ilegal. Otra cosa es que podamos olvidar lo que es capaz de hacer Marruecos si le interesa y la poca fuerza que pueden tener los compromisos que toma.

  El punto jurídico de partida es, pues, la inexistencia de un derecho de ingreso en el territorio español, lo cual es igual en cualquier otro Estado. Desde ese presupuesto hay que pasar a valorar – siempre y solo en el ámbito jurídico – la bondad de las normas que se formulan a partir de esa premisa. Según una extendida opinión, los Estados europeos quieren controlar a cualquier precio los flujos migratorios y no dudan en recurrir a las vías del derecho penal y del derecho sancionador administrativo para impedir la inmigración clandestina, y eso solo ha servido para fomentar la criminalidad organizada sin reducir el volumen de la entrada clandestina. Esa crítica puede tener algo de cierto, y se puede extender a otros terrenos, como el del consumo de estupefacientes.   Pero también es cierto que la solución de renunciar al control no es practicable, salvo que se desee abrir las puertas del Estado sin límite alguno, pues las consecuencias sociales, económicas y de todo tipo son fácilmente imaginables, y eso no se puede negar, como hacen algunos, diciendo que España es muy grande y que cabe mucha gente, pues es ingenuo creer que la solución mágica sería ubicar a los migrantes en la “España vacía”, además de que muchos de ellos desean llegara a España para continuar hacia otros Estados europeos, y, a este respecto, se dice que los Estados de la UE deberían determinar, de acuerdo con su tamaño y capacidad económica, cuántos migrantes pueden acoger y, a partir de ahí, establecer vías seguras de entrada. La idea es en apariencia razonable, pero no repara en cuál es el nivel de inmigración que ha acogido ya cada Estado de la UE y, en segundo lugar, no resolvería la demanda de entrada ni siquiera la procedente de África.

Otra demanda muy extendida es la de la supresión de las llamadas “devoluciones en caliente”. Dicha medida, técnicamente denominada “rechazo en frontera”, prevista en la Ley de Seguridad Ciudadana, y solo aplicable en Ceuta y Melilla, fue aceptada por la Gran Sala del TEDH, por Sentencia de 13 de febrero de 2020 (en este blog se publicó un comentario muy crítico) estimando que esa no vulneraba el art.13 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Posteriormente, por Sentencia de 18 de noviembre de 2020, el TC aprobó el rechazo en frontera, si bien advirtió que se realizará “respetando la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional de la que España es parte”, lo cual implicará un expediente singular que indague las circunstancias que se dan en la persona que aspira a cruzar una frontera y que, potencialmente, puede ser solicitante de asilo (puede verse este artículo del blog). Y eso es, precisamente, lo que puede resultar imposible si esa clase de devoluciones se ejecutan de modo expeditivo.

Entre las muchas censuras al sistema de control de la entrada ilegal hay que citar a lo que se califica de “persecución a los que ayudan”, destacando entre estos las ONG que salvan vidas en el mar recatando grupos de migrantes a la deriva en embarcaciones precarias, trasportándolos a puertos en los que a veces no se les permite entrar. Los capitanes de esas embarcaciones, como el Open Arms, han sido amenazados con multas, advirtiéndoles que una cosa es que cumplan con la solidaridad en la mar y ayuden a los que están en riesgo de hundimiento y otra, no permitida, es que se dediquen a la búsqueda de embarcaciones con migrantes para transportarlos a puertos españoles. El tema es delicado, pues teóricamente puede incardinarse en el art.318 bis del CP (ayudar a entrar irregularmente en territorio español), aunque dicha ayuda termina en el puerto de arribada, amén de que podría proteger al capitán la eximente de estado de necesidad por colisión de deberes (entre obedecer a la Administración y auxiliar al que está en peligro). En suma, una cuestión delicada en la que la vía de las amenazas no me parece lo más adecuado, especialmente porque esos rescates no implican la automática entrada en territorio español.

Recapitulando: ¿qué se puede hacer? La frecuencia de tragedias sea en la valla de Melilla o sea en el mar, provocadas por las condiciones de la migración clandestina o como quiera llamarse no puede dejar indiferente a los Gobiernos europeos. Pero el drama tiene dimensiones de catástrofe que solo se comenzaría a corregir si mejoraran las condiciones de los países de origen, lo cual, por ahora, no parece posible a medio plazo. Mientras tanto, descartada la voluntarista teoría de que en Europa cabe cualquier cantidad de africanos ( y de otras procedencias), lo único que se puede hacer, y es poco, es, ante todo, un esfuerzo material y técnico para que se cumplan las previsiones legales sobre el derecho de asilo y la condición de refugiado, que no pueden ser papel mojado a causa de las expulsiones en caliente, y, paralelamente, determinar la capacidad de acogida, en cooperación con los demás Estados de la UE para poder ofrecer una vía digna de entrada, lo cual reduciría algo la magnitud del problema.

En cuanto al sistema de control de fronteras terrestres (vallas, alambradas, etc.) es patente que no ha conseguido reducir la presión migratoria, pero no se precisan grandes dotes adivinatorias para comprender que de no existir esos obstáculos habría que asumir la entrada diaria de miles de personas con lo que eso supondría en todos los órdenes, sociales, económicos y de orden público. Soy consciente de la segura crítica de los buenistas partidarios de la superación de las fronteras, que son vistas como la cristalización del egoísmo de los países ricos, y es posible que en alguna medida eso sea cierto.

Por lo que respecta al derecho y al derecho penal en particular, creo que debe proseguir y ampliarse la lucha contra el aprovechamiento de la desgracia que subyace en muchos de los delitos relativos a la trata de personas, a causa, por supuesto, de la vulnerabilidad de los migrantes.