La valoración de la justicia. Imágenes dispares: Administración de Justicia y Poder judicial  

La confluencia de dos datos en apariencia contradictorios ha vuelto a poner sobre la mesa un viejo problema, como es el de la imagen y valoración de la justicia como servicio y como Poder del Estado. Por una parte, según una encuesta del CIS (dato a retener) la Administración de Justicia es el servicio público peor valorado por los españoles. Paralelamente, el Poder Judicial, según otros sondeos, es el mejor valorado de los tres Poderes del Estado.

Algunos han visto en esa diferencia una contradicción, que, según creo, no existe: el servicio público de justicia tiene carencias o defectos, con causas sociológicas – derivados de la capacidad personal, cultural y económica para acceder a él – y estructurales, provocados muchas veces por la insuficiencia de órganos jurisdiccionales o la sobrecarga de trabajo en los que hay, lo que conduce a la lentitud que puede ser incomprensible, exasperante y desalentadora. Pero eso no se confunde con lo que significa el Poder Judicial.

 En el fondo sucede algo parecido con el sistema público de salud: de una parte, se amontonan las quejas por la espera para las operaciones o las aglomeraciones en las consultas médicas y otras que son sobradamente conocidas, pero, a la vez, es fácil constatar que para una mayoría de españoles nuestra sanidad pública es una de las mejores del mundo, por su calidad profesional y asistencial. Y no es una contradicción. Tal vez con la Administración de Justicia y la valoración del Poder Judicial suceda algo parecido, pero creo que también hay datos diferenciales.

    En el problema de la valoración de la Administración de Justicia la realidad deja poco espacio al optimismo, y para muestra un botón: con motivo de la discusión sobre cuál era el mejor modo de abordar el problema de la ocupación ilegal de viviendas – y no entraré en los muchos y graves subproblemas que la cuestión encierra – se ha dicho que en la inminente reforma de la Ley de Enjuiciamiento criminal se establecerá el criterio de que esa clase de infracciones (allanamientos de morada o usurpaciones) se juzgarán a través del sistema de “juicios rápidos”, que, teóricamente, garantizan una pronta solución a esos conflictos. Pero ante esa noticia se ha advertido que, en la ciudad de Barcelona, en la que se produce el mayor número de ocupaciones, en estos momentos, se están señalando juicios “rápidos” para…enero de 2026. No hay que esforzarse mucho para aceptar que es una noticia decepcionante, por más que se quiera reducir su impacto diciendo que en muchos casos la conformidad permitirá ganar tiempo, pues eso no supondrá en ningún caso que la teórica y pretendida rapidez se vaya a producir.

  Las consecuencias son también imaginables, y, en el caso de las ocupaciones, llevan desde la forzada búsqueda de otras vías para resolver el problema (vías que según Unidas Podemos y Sumar habría que criminalizar) hasta, para el resto de los cientos de casos de pequeña delincuencia contra el patrimonio, la producción de la prescripción del hecho y la evaporación de cualquier atisbo de prevención general que pueda ejercer el sistema penal hacia un nutrido colectivo de delincuentes.

  Llueve sobre mojado, pues la ciudadanía, que es la que califica tan a la baja al servicio público de justicia, ya arrastra – siempre según las encuestas – un gran escepticismo sobre las virtudes del sistema judicial cuando alguien se ve en la necesidad de acudir a él o está sometido a un procedimiento penal. La relación de las críticas es amplia y, en lo que alcanzo a observar, el único defecto del que no se habla porque ha desaparecido, afortunadamente, es la antigua frecuencia de las “astillas”, que eran propinas imprescindibles para circular por el mundo de los Juzgados.

   La crítica antes indicada tiene, pues, motivos conocidos. Y lo peor no es la censura basada en el funcionamiento del sistema de justicia, sino que existe un alto porcentaje de ciudadanos que con facilidad claman que “no hay justicia”, sin que sea dable saber lo que lleva a esa idea a cada uno que lo dice, especialmente cuando no han tenido nunca una relación directa con los tribunales. Indudablemente cada cual tendrá sus motivos, y el observador solo puede trazar un marco ideal para una valoración positiva del sistema de justicia que, tal vez, no se cumple debidamente. Ese deseable marco se caracteriza por las notas de estabilidad, predictibilidad, y flexibilidad.

Es lógico que el ciudadano espere que la respuesta judicial no sea aleatoria, sino estable en sus criterios, esto es predecible, pues la predictibilidad es una manifestación de la seguridad jurídica, y también que sea comprensible en sus decisiones, lo cual no afecta solo a las sentencias, sino a decisiones de toda clase que muchas veces causan estupor en la ciudadanía, que no tiene por qué ser perita en cuestiones como la prescripción, el transcurso del tiempo máximo de prisión provisional, la ejecución de la condena con arreglo al sistema de grados, y tantas otras materias en las que, precisamente por ser a veces incomprensibles las actuaciones judiciales, dan pie a críticas descabelladas, cuando no interesadas.

La lentitud de la justicia es una censura que no parece posible superar, cual si se tratara de un problema consubstancial. Se acepta que la justicia demasiado rápida puede no ser justicia, pero eso, que es cierto, no justifica procesos penales que se eternizan por muchas causas, de las cuales bastantes pueden seguramente atribuirse a los propios ciudadanos o a sus abogados y , la mayor parte , al sistema judicial y procesal, pero el hecho final es que la imagen lesionada es la de la justicia.

A una sociedad moderna debe preocuparle seriamente que los ciudadanos opinen que ante la perspectiva de una solución demasiado lejana en el tiempo es mejor soportar el daño que entrar en un litigio, o que se escandalicen cuando leen la información sobre un juicio que comienza y es sobre hechos acaecidos diez o doce años antes, lo que no es infrecuente. Esa es una de las mayores fuentes de decepción ante el Estado de Derecho, y el fracaso de las soluciones judiciales es, en el fondo, el fiasco del derecho como forma de resolución de los enfrentamientos entre ciudadanos o de los conflictos de éstos con el Estado.

Desgraciadamente, ya sea en los programas de los Partidos políticos o en los de las asociaciones judiciales, se incluyen los “males” de la justicia como problema a resolver sin demora, pero es perceptible el pesimismo de los que atienden a esas cuestiones, que caen en la convicción de que se trata de problemas insolubles porque los responsables del sistema de justicia penal son incapaces de hacerlo mejor, conclusión injusta por lo que tiene de imputación de la responsabilidad a los jueces, fiscales y funcionarios judiciales, que mayoritariamente se entregan a su trabajo sin regatear esfuerzos resolviendo cada año  cientos de miles de asuntos. Cuestión diferente es que la carga de trabajo desborde la capacidad de los recursos personales.

Ante ese panorama sería normal que se considerase sorprendente el enorme número de procesos penales (el número mayor de todas las jurisdicciones) que se incoan, de oficio o a instancia de parte, a lo que se une el crecimiento continuo e imparable del número de infracciones penales, que pone de manifiesto cómo en la clase política y en muchos sectores sociales se considera imprescindible acudir a la justicia penal como mejor modo de abordar un problema. Y esa tendencia convive con el escepticismo profundo sobre la posibilidad de que los que realmente delinquen sean castigados y, menos aún, que se alcance el deseable efecto de prevención general a través de las conminaciones penales, pues eso solo es posible a partir de la certeza de que el proceso y las leyes penales se cumplirán adecuadamente.

No es así, y, en los últimos tiempos se ha usado y abusado de las leyes penales y procesales, con modificaciones sectarias y constantes. Y pese a ello, tal como decía al principio, el Poder judicial es el mejor valorado de los tres Poderes del Estado.

Pero también eso ha de tener una explicación. En primer lugar, las modificaciones de las leyes penales y procesales han sido impulsadas, como es lógico, por quienes detentan el poder de hacerlo, y solo ellos son responsables de sus contenidos y sus éxitos y, especialmente, fracasos. El prestigio que, a su vez, tiene el cuerpo legislativo (Diputados y Senadores) se sitúa entre lo bajo y lo nulo, pues para el gran público, que es la ciudadanía, se trata de personajes adiestrados para aplaudir cuando se les indique y que rara vez han expuesto y desarrollado ideas precisas sobre problemas jurídicos. Es también sabido que deben su escaño al sistema de lista cerrada controlado por los Partidos, y el camino para hacerse un lugar en esas listas no transcurre por los criterios de mérito y capacidad (con todas las excepciones que se quiera). Así las cosas, la posibilidad de reconocer un prestigio al Poder Legislativo, especialmente en los últimos años, carece de viabilidad.

En cuanto al Poder Ejecutivo, encabezado por el Gobierno y los Gobiernos de las CCAA, se debe señalar la confusión entre la valoración de la acción del Gobierno con su Presidente a la cabeza, y la tarea de los funcionarios públicos, cuya actividad cotidiana es desconocida por la mayoría de los ciudadanos. La consecuencia es que la valoración del Poder Ejecutivo acaba siendo resumida y reemplazada por la que se hace del Gobierno, y es normal que así sea, pues el ciudadano medio no puede ni sabe ni tiene porqué saber cuál es la realidad del trabajo y de la eficiencia de los funcionarios.

La conclusión no puede ser única, salvo en un aspecto común: la inevitable superficialidad de encuestas que no se realizan entre personas concernidas por las cuestiones propias de cada uno de los Poderes del Estado, (lo que no significa que no puedan opinar lo que consideren adecuado) a lo que se debe añadir, en favor del Poder Judicial, su garantía de que, pese a todo lo que se dice y se pretende, se integra por un colectivo de profesionales independientes y técnicos, más allá de los posibles fallos y errores, mientras que el descrédito de la política y los políticos determina la opinión sobre el Legislativo y el Ejecutivo, y eso no se puede neutralizar desacreditando al Poder Judicial.

En conjunto, pocos motivos de satisfacción.