Una de las cuestiones que en este momento, está resultando más controvertidas del #TTIP es el arbitraje de inversiones, o, por tomar la terminología anglosajona los procedimientos ISDS (Investor-to-State Dispute Settlement). Estos arbitrajes de inversiones forman parte de las medidas que suelen aplicar los Estados para atraer las inversiones exteriores.

En esencia, consisten en que los Estados renuncian a sus Tribunales para los litigios que puedan surgir con los inversores y los someten a un(os) árbitros privados. Es muy llamativo que con esta cláusula los Estados estén aceptando implícitamente que su sistema judicial no es todo lo imparcial que debiera ser para ofrecer seguridad jurídica suficiente a los inversores.

Los modelos de arbitrajes de inversiones que se han venido aplicando hasta ahora, bajo la supervisión del CIADI, un organismo del Banco Mundial, tienen algunos elementos que resultan paradójicos: al inversor le resulta más seguro que se recurra a un arbitraje de equidad, sometido a muy pocas reglas, realizado por árbitros privados y sin sistemas públicos de ejecución en lugar de las reglas usuales de los sistemas de justicia públicos.

El procedimiento es bastante peculiar y limitador del debate público sobre la actuación administrativa. Es un mero arbitraje entre partes que actúan ambos como particulares ya que sustituyen las reglas generales de un proceso judicial y tienen pleno dominio del desarrollo del proceso, con efectos dramáticos: Pueden permitir o no que el laudo sea hecho público (como por otra parte suele ser usual en el sistema del CIADI). Y pueden asimismo establecer que no esté motivado. Pueden admitir o no la personación de organizaciones representativas de intereses, o de terceros, lo que es lo más usual, como ocurrió en un caso boliviano de 2003 en donde se rechazó que la municipalidad de Cochabamba participara en un procedimiento referido a la empresa concesionaria de aguas.

Lo más problemático, en mi opinión, son las reglas de fondo que suelen aplicar estos tribunales arbitrales, que también pretenden huir de la compartimentación del derecho aplicable y se sustituyen por unas reglas comunes y que reflejan un cierto grado de imperialismo jurídico anglosajón (como, por otra parte, es común en el Derecho de la globalización económica que fomenta tanto la competencia entre ordenamientos como la utilización del Derecho anglosajón como mínimo común denominador.

Aunque en estos procedimientos hay diversas reglas la más común es la del “trato justo y equitativo”. Y en cuanto al objeto, puede ser cualquier medida que menos cabe los intereses del inversor, lo que incluye cambios normativos (podríamos recordar aquí la reclamación que se planteó contra Egipto por la elevación del salario mínimo por hora de trabajo), o incluso de planeamiento urbanístico, ya que –siguiendo el patrón estadounidense- se consideran “expropiaciones regulatorias”, esto es medidas que aunque no expropian directamente limitan o privan algún interés al inversor. Hay un caso referente a España, el caso Mafferini del año 2000 en donde se eludió a la jurisdicción española el conocimiento de una controversia sobre el destino de los fondos de una subvención otorgada por Galicia. El Tribunal arbitral condenó al pago de 30 millones de euros al inversor argentino.

Si se examina  la práctica, observaremos, además que uno de los problemas que plantean los arbitrajes está constituido por su orientación favorable al inversor que limita la posibilidad de opciones legítimas de política pública en áreas como la salud, la protección de los trabajadores, la protección del medio ambiente o del patrimonio cultural.

Como se puede ver, los arbitrajes de inversiones resultan muy problemáticos. Si quisiéramos condensar todo ello en una expresión, esta sería la privatización del régimen jurídico del tratamiento de las inversiones, lo que, desde luego, ocasiona muchas discordancias con el régimen previsto en la Constitución: es un procedimiento privado, resuelto por árbitros privados y no por jueces (que por tanto no tienen los deberes propios de los jueces en su labor de administrar justicia); un procedimiento privado (con restricción de partes e incluso de documentos aplicables), en el que las resoluciones no se hacen públicas y pueden no estar motivadas. Un procedimiento, en definitiva, en el que se negocia la ley aplicable y que no permite el recurso contra las resoluciones judiciales.

Con ello, en mi opinión, los intereses públicos (que encarna la Administración) no se colocan en una situación de igualdad con respecto a los del inversor extranjero. Una situación que en el TTIP resulta especialmente problemática pero que, desde luego, no se circunscribe a este acuerdo. Al contrario, nos debería obligar a examinar los Acuerdos de Protección Recíproca de Inversiones ya que usualmente están también recogidos ahí, con perniciosos efectos contra los Estados.

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