A estas alturas es pública la pelea entre el PSOE y UP a raíz del anuncio del PSOE de su intención de reformar la ley del “solo sí es sí”, nombre que se da a la parte penal de la Ley Orgánica 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual, que entró en vigor el 7 de octubre. La tensión ha alcanzado su ápice cuando desde el PSOE han hecho saber a UP que reformarán la Ley por razones de urgencia y a la vista de la alarma social causada por la catarata de reducciones de condenas provocada por la aplicación retroactiva de la mencionada Ley, y que esa reforma la harán con ellos o sin ellos, y el PP ha echado un poco de gasolina al fuego, anunciando que ayudarán al PSOE para que se apruebe una modificación del Código penal en esa dirección. UP, por boca de su dirigente-alfa, Pablo Iglesias, ha advertido al PSOE que si llevan adelante esa reforma se arrepentirán, o sea, que habrá una venganza. Interesante panorama.
El origen del conflicto es conocido: la aplicación de la reforma de los delitos contra la libertad sexual está dando lugar a un torrente de reducciones de pena a causa de la modificación de los marcos penales de las agresiones sexuales y la supresión de la distinción entre abusos y agresiones. El problema es que esa consecuencia está cayendo como lluvia de piedras en el Ministerio de Igualdad, en su titular y en sus asesoras jurídicas.
En un primer momento la reacción defensiva fue imputar al machismo judicial (vicio que por lo visto también padecen las juezas) la opción “patriarcal”, que, por lo oído, lleva, de entre las interpretaciones “posibles”, a optar por la que más beneficiaba a los responsables de esos delitos. Pero lentamente se fue aceptando (salvo la ministra de Igualdad) que no se trataba de una “opción”, sino de la obligación de aplicar rigurosamente la obligada retroactividad de la ley penal más favorable, y si el marco penal mínimo del nuevo tipo único de agresión, por haber desaparecido la diferencia entre agresiones y abusos, llegaba a penas que anteriormente eran propias de los abusos, pero no de las agresiones, resultaba inevitable reducir la pena de aquel a quien se había impuesto en su día una pena de agresión en su límite mínimo, por lo que procedía imponer la pena en el “nuevo” límite mínimo de la agresión. Las consecuencias las hemos podido ver.
Sucede, y hay que recordarlo, que ese efecto “no deseado” de la reforma operada por la LO 10/2022 era previsible y desde diferentes sectores se había advertido. Pero nada podía alterar la obstinación del Ministerio de Igualdad, al que se le ha permitido marcar las modificaciones de las leyes penales, como si en esta materia se tratara de una “competencia natural”. Llegando a ese punto comenzaron los despropósitos, como la (inconstitucional) idea de Igualdad de dictar una especie de “instrucción interpretativa” que impidiese lo que estaba pasando. Se renunció a ese dislate y en su lugar se forzó un Decreto de la Fiscalía General del Estado, que ofrecía un criterio interpretativo con el que se intentaba evitar la excarcelaciones y salvar la reforma aduciendo que si la pena impuesta a un sujeto cabe en el marco punitivo de la nueva Ley no es preciso revisar la sentencia.
Pero esa tesis fue rápidamente rechazada, con razón, por los Tribunales, incluido el TS, que estimaron que los términos de la comparación de penas no eran esos, sino la pena concretamente impuesta a un sujeto incluyendo el modo en que se había determinado, y si, en su momento, había sido condenado a la pena prevista para la agresión sexual en su límite mínimo, tenía derecho a la revisión de la sentencia si ese límite resultaba más bajo con la nueva Ley.
A partir de esa inevitable interpretación, que ya estaban siguiendo los Tribunales, se fueron abandonando las acusaciones dirigidas desde UP y otros sectores feministas responsabilizando al machismo judicial y cosas parecidas, aunque todavía hoy la ministra de Igualdad siga negándose a aceptar que “su” Ley haya sido un error. En paralelo, desde el Gobierno se empezó a asumir la necesidad de una reforma legal urgente que modificara la ley para “evitar que se puedan producir interpretaciones que beneficien a delincuentes sexuales” condenados o a punto de serlo. Hoy ya es una “decisión firme”, aunque el correspondiente Anteproyecto todavía no ha sido presentado, lo cual está dando lugar a todo tipo de rumores sobre el alcance del conflicto con UP.
Por supuesto que una reforma legal urgente es importante, pero su significación práctica es poco visible, pues no se trata de la intervención de un fontanero que tapona una fuga de agua y asunto resuelto, pues la ley reformada mantendrá su efecto retroactivo cualquiera que sea la “contrarreforma” que se quiera introducir, y una nueva Ley solo será aplicable a los delitos cometidos partir del día siguiente a su entrada en vigor.
Desde el PSOE se ha divulgado la idea de que era preciso recuperar una diferencia punitiva en función de la concurrencia o ausencia de violencia o intimidación, aspecto irrelevante en la reforma operada por la Ley Orgánica 10/2022. Por esa vía se recuperaría de facto la anterior distinción entre abusos y agresiones, aunque ahora bajo el mismo nomen iuris. Pero para los defensores de la Ley del “solo “sí es sí” era cuestión de principios la supresión de la distinción, y, además, añadían que eso lo imponía el Convenio de Estambul (Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica, hecho en Estambul el 11 de mayo de 2011), solo que no es verdad que haya tal imposición en el Convenio, como tampoco lo es, en contra de lo que se ha dicho, que la importancia del consentimiento ha pasado a primer plano gracias a ese Convenio.
Pero el núcleo duro de la bronca UP y PSOE, en la que se enmarcan las amenazas de Iglesias, ha girado en torno a lo que para los impulsores de la Reforma (que inicialmente no eran solo las de UP, pues hay que recordar las sentenciosas declaraciones de Carmen Calvo sobre la importancia del solo “sí es sí” como “nuevo” hito en la evolución del derecho penal), era el eje de esta, que era el consentimiento, calificado por la ministra de Igualdad y por Pablo Iglesias, como “corazón de la ley”. A esa central valoración del consentimiento se le anuda una consecuencia y una amenazadora crítica lanzada por UP: el PSOE pretende acabar con esa importancia nuclear del consentimiento, conquista histórica del feminismo, y, como es lógico, no se le puede permitir que haga una cosa así, y, menos aún, que pueda llegar a hacerlo con la ayuda del PP.
Parece, así, que estamos ante un casus belli, pero no lo creo, pues es más que improbable que UP desee renunciar a sus Ministerios con todos sus puestos de trabajo. El problema es que se están viendo las consecuencias de, básicamente, dos hechos, relacionados entre sí. El primero, el error de salida: la supuesta centralidad del consentimiento en la tipificación de los delitos contra la libertad sexual presentada como cambio revolucionario. El segundo, el sistemático desprecio y/o desconocimiento de todo lo dicho por la jurisprudencia y la doctrina penal sobre la función, la manifestación y la percepción del consentimiento en esa clase de delitos. Todo eso se saldaba y arrojaba por la borda con la etiqueta de “machismo patriarcal”.
Y siguiendo esa línea se transmite a la ciudadanía que gracias a la ley del solo el sí es sí, slogan tan reduccionista como equívoco, el consentimiento de la mujer sería debidamente tenido en cuenta, como si antes no fuera así. Se responde automáticamente con el caso de la Manada, como ejemplo clarísimo de que el consentimiento de la mujer o su ausencia no fue tenido en cuenta, y eso se eleva categorialmente al carácter de prueba de que los Tribunales españoles no se molestan en valorarlo. A eso se añade que, de regresar a una distinción legal en función de la concurrencia de violencia o intimidación, la mujeres españolas se verían “otra vez” obligadas a probar que habían sufrido ataques sexuales en contra de su voluntad.
Se olvida que la ley penal, antes de la reforma, diferenciaba entre agresiones violentas y otras acciones de contenido sexual no violentas, pero no consentidas, y por eso mismo el consentimiento marcaba la frontera entre lo punible y lo ajeno al derecho penal, y eso lo transformaba en la cuestión central de los delitos contra la libertad sexual. Se desprecia así la importancia que la jurisprudencia ha dado al testimonio de la víctima, aunque sea el único, pero lo peor es que se pueda considerar “indiferente” que haya habido violencia o no la haya habido, y, por supuesto, que se considere, tácitamente, que el acusado de uno de estos delitos en principio es un presunto culpable y que, a diferencia de lo que ocurre en cualquier otro delito, es él quien debe de asumir plenamente la carga de la prueba.
Reformar el CP en esta materia es, pues, inaplazable, y se debe recuperar la diferenciación entre agresiones y abusos. La formulación del consentimiento, joya de la corona de la Ley, entraña también problemas probatorios y, además, abre mayor confusión para la valoración de los casos en los que la apariencia es de aceptación, aunque eso esconda un rechazo, problema que se puede valorar desde la óptica del abuso, pero no tratándolo como agresión. Es, por demás, curioso que quienes más denuestan a la mentalidad de los jueces propugnen tipos muy amplios que, forzosamente, han de ser interpretados por los Tribunales en uso de su arbitrio.
También sería deseable que acabara la superficialidad y el sectarismo en todo lo que se refiere al CP, tanto cuando se habla de cómo describir las conductas incriminadas como cuando se discute sobre la cantidad de años de cárcel que es adecuada, y, por supuesto, también la manipulación del CP como parte de los programas y problemas de éste o aquel grupo político, sea UP o sea ERC.
Una frase particularmente desafortunada, pese a ser muy loada, fue aquella de Clemenceau cuando dijo que “la guerra es un asunto demasiado serio como para dejárselo a los militares “. Pero parafraseando al personaje, también podríamos decir que el derecho penal es algo demasiado serio para que pueda servir de juego a los políticos.
Claro es que si el político, como la gran mayoría de ellos, se considera polivalente, ¿Por qué razón no va a tener también sus ideas penales?