En los foros de actualidad del mes de febrero de 2020, todavía se hablaba de la necesidad de acometer una transformación digital en las asesorías jurídicas para garantizar su rentabilidad futura, a modo de última llamada antes del embarque. Hasta entonces, sólo unos pocos juristas curiosos habían oído hablar de la cuarta revolución industrial, y de la metamorfosis que la misma estaba provocando en el entorno profesional, – se decía entonces, a velocidades nunca antes conocidas-. El internet de las cosas, la tecnología 5G, la automatización, la inteligencia artificial o el posicionamiento de la computación en niebla en detrimento de la computación en nube, eran ecos, aún lejanos para la mayoría, que ni quería oír hablar de innovación aplicada al Derecho, y aún menos, de la digitalización en un sector tan tradicional. Para otros pocos, esos ecos resonaban ya con fuerza. Ser o no ser digital era entonces el reto y quizás la decisión más definitoria para un abogado del futuro.

Pues bien, ciertamente, podemos decir que el futuro ya está aquí y que la transformación digital nos ha llegado por Real Decreto. Ser o no digital, ahora es una necesidad para no quedarse atrás, para no dejar a nadie atrás. La actividad profesional de los white-collar workers, como somos los abogados, ha pasado al plano de Internet. Trabajar de otro modo era posible, y la crisis sanitaria mundial lo ha demostrado. Y lo más sorprendente es que nos ha revelado algo que no esperábamos: en realidad, todos estábamos preparados. La madurez tecnológica que España ha arrojado en este examen sorpresa ha resultado, en general, inesperadamente positiva dentro de las desagradables circunstancias.

No debemos olvidar que el teletrabajo forzoso sólo ha sido posible gracias al abaratamiento de los costes y a la generalización en los hogares del uso de tecnologías que hace quince años sólo estaban al alcance de unos pocos. El sesenta por ciento de los seres humanos vivimos conectados a la red. El cuarenta por ciento restantes, ni siquiera la espera a corto plazo. La brecha digital es real, y es un hecho preocupante. Y sólo mitigándola saborearemos la estabilidad en una floreciente economía en clave digital. La pandemia hará por su parte de catalizador de sostenibilidad.

La realidad es que, en España, aproximadamente el siete por ciento de los internautas cuenta con una conexión deficiente, más acusada en la España vaciada. Pero lo que es más preocupante, es el analfabetismo digital. En mayo de 2019, el Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y la Sociedad de la información (ONTSI) | UGT, publicaba un estudio en el que reflejaba que el cuarenta y cinco por ciento de los trabajadores declaraba tener problemas, o serios problemas con la informática. No afirmo nada nuevo si digo que los juristas conformamos un gueto poco digital; a nuestro favor tenemos que contamos con un gran poder: el del sentido del sacrificio. Esto no se nos resiste tampoco.

Mucho antes de que el covid nos atracara a punta de pistola, las bondades del salto digital ya eran ampliamente predicadas por los evangelizadores del sector, pero siempre había “un pero”. Muy caro, muy innovador, muy creativo, muy novedoso, muy complicado…También teníamos el extendido “para qué”, y el tradicional “más vale malo conocido”. Conocíamos la obra, el guion, ya habíamos hecho varios ensayos generales, pero no encontrábamos la mejor fecha para el estreno, ni el mejor escenario, ni sabíamos a quién invitar. Tampoco ayudaba el miedo a una eventual destrucción masiva del empleo, en una hipotética lucha abogado-robot derivada, en teoría, del machine learning en el uso de inteligencia artificial de manera extensiva. Multitud de detractores se encargaban de esparcir semillas de incertidumbre en un campo abonado por una profesión tan antigua como las disputas entre hombres.

El cambio en el uso de las tecnologías cotidianas y en los escenarios físicos de trabajo, ha sido forzoso en casi todos los sectores, también en el del asesoramiento jurídico. Gracias a la tecnología de escritorio remoto podemos conectar ordenadores alojados en redes diferentes, en tiempo real. Y gracias a los profesionales formados, podemos hacer un triple salto mortal y continuar prestando nuestros servicios, igual que en la oficina. Hemos rescatado del fondo cajón esas herramientas en las que habíamos invertido dotadas con incipiente inteligencia artificial; esas que decían que nos facilitarían el trabajo. Y sí, empezamos a comprobar que realmente lo hacen. La firma electrónica echa chispas. Emitimos facturas digitales. El ritmo no para. Cada día descubrimos y aplicamos nuevas habilidades. Quizás, aquello de papel cero era posible, al fin y al cabo. Empezamos a poner ojitos a los bots. Ya nos va sonando la tecnología blockchain. Hasta estamos celebrando juntas generales telemáticas. De repente, los abogados somos digitales. En un ataque de autocomplacencia, se puede decir que estamos dando el “do de pecho”.

Lo público no es una excepción. Estos días inundan las redes multitud de artículos de opinión, poniendo en tela de juicio una exitosa adaptación al medio digital, tanto de la Administración, como de las empresas públicas, así como la capacidad de teletrabajar de sus empleados. Nada más lejos de la realidad. A pesar de las dificultades actuales (y las que vendrán) el conjunto de Administraciones Públicas ha demostrado una capacidad de adaptación inusitada, y se siguen realizando todas las actuaciones necesarias para velar por el interés general.

La empresa pública tampoco pierde comba y mantiene, y adapta su actividad a las circunstancias actuales. También estas asesorías jurídicas tuvieron claro que era necesario abrazar la red para poder seguir prestando servicios con seguridad, y nos fuimos a casa. Todo cambió, pero nada paró. Incluso se vive un ritmo frenético y se tramitan expedientes en tiempo récord. Estamos conectados con nuestros clientes internos a tiempo real. No hay dilaciones. Todos nos arremangamos. Sobre nuestros hombros pesa la responsabilidad de prestar un servicio público.

La magnitud del cambio sólo es comparable con el temor al caos que provocó en sus inicios. Y ver todo funcionar a tiempo es ilusionante, y resulta mágico. Para el jurista, se ha producido un auténtico descubrimiento, un levantamiento del velo digital. Por fin, el jurista tradicional comprueba, y aplica las ventajas de las nuevas, y no tan nuevas tecnologías. Seguimos impulsando el mundo desde casa. Somos de los pocos afortunados que no hemos tenido que cambiar radicalmente nuestros procesos productivos, sólo adaptarlos al nuevo entorno. Y ahora, tenemos que aprovechar las oportunidades emergentes en este nuevo mercado que está explosionando.

Se abre ante nuestros ojos un panorama poco conocido para algunos, con una demanda creciente por fuerza mayor; quizás más fuerte que la que podemos abarcar. Los abogados tenemos que estar preparados para un repunte nunca antes visto de la contratación pública, de operaciones societarias, de puesta en marcha o adaptación de nuestros clientes a los estándares de la sociedad de la información y comercio electrónico. Tendremos que estar preparados para asistir nacimientos prematuros de nuevas startups. Ahora más que nunca, debemos ser claves en la generación de negocio para nuestros clientes y ser ávidos exploradores del nuevo contexto regulatorio mundial que acaba de emerger. Debemos movernos de manera ágil, y jugar un buen partido. Nunca olvidemos que debemos estar al quite para recoger los pases, y meter canasta. Si no estás dispuesto, mejor vuélvete al banquillo.

En medio de la catarsis, tendremos que enfrentar no pocos retos. La seguridad de la información, la protección de datos y los vacíos regulatorios de algunas nuevas actividades que están surgiendo, nos mantienen en estado de alerta. Nuevas amenazas como la apropiación de datos, las intrusiones en servidores o las acciones maliciosas, nos obligan a ir un paso por delante. El cambio nos ha pillado con lo puesto. A pesar de ello, y del vértigo, por fin, los juristas hemos aprendido que la tecnología es nuestra alidada, y el motor de nuestro sector, y por qué no decirlo, el de la sociedad.

Hasta hace muy poco, Internet de las cosas concebía un mundo físico digitalizado como resorte en el éxito hacia la transformación de las empresas, siendo clave para mantener y propulsar su productividad. Hoy, en mitad de una pandemia, es un aliado indiscutible para reducir la intervención humana en multitud de procesos productivos, sanitarios, de desinfección o de detección de afectados o personas en riesgo por la pandemia. La inteligencia artificial, hace posible generar millones de cálculos que nos acercan a una vacuna. Gracias a la automatización, podemos testear procesos en horas, en lugar de en meses. Es así de real. La tecnología marca la frontera, hoy más que nunca, entre donde la vida puede empezar, o simplemente, acabar. La tecnología nos va a salvar. La falta de ella nos puede lastrar. En el campo jurídico ocurre lo mismo, aunque para que la dicha sea plena, ahora sólo falta que la justicia se suba al carro.

Mientras algunos no han empezado a preparar su equipaje, los demás estamos ya reservando los billetes para una nueva expedición. Se avecinan aún más cambios, la tecnología cuántica está a la vuelta de la esquina, y nos permitirá consolidar el mundo digital, y trabajar en entornos y conexiones mucho más seguras que las actuales. Necesitamos que esa nueva oleada tecnológica irrumpa ya con fuerza y disipe las nubes (¿ cloud o Edge?). Que el siguiente cambio no nos pille con el paso cambiado. Nosotros, los juristas, no queremos ser los agentes débiles del cambio, ¿y tú?.